Angelic Fruitcake

...La verdad tiene estructura de ficción.

Durante dos días nadie vino a expulsarla del paraíso.
La señorita Leonides estaba encantada, verdaderamente encantada. Pero su situación no era todavía segura. Reposaba sobre la cuerda floja de una alucinación. Y la alucinada a ratos se quedaba mirándo­la fijamente, como en el tranvía. La se­ñorita Leonides esperaba un estallido: “¿Quién es usted? ¿Y qué hace aquí, en el dormitorio de mi madre? Vamos, lárguese, lárguese rápido”, y entonces ella tendría que emigrar del edén. Otras ve­ces la joven se sonreía como para sí, con aquella sonrisa solapada que despertaba en la señorita Leonides las más negras sospechas. “¿Será una simuladora?”, pen­saba. “¿No me habrá traído aquí quién sabe con qué intenciones?” Pero no, ¿qué intenciones? Si excepto en esos raros mo­mentos en que parecía extraviarse dentro de su propio extravío, ¡la muchachita era tan dócil, tan diligente y sumisa! No había más que decir: “querida, querida” y la muñequita correteaba sobre sus piernecitas como si le hubiesen dado toda la cuerda. Y había que ver cómo la atendía. Como a una reina.
Pero por las dudas la señorita Leonides tenía el ojo atento. Por las dudas, trata­ba con extrema cortesía a la guardiana del paraíso, no le hacía preguntas, no ave­riguaba nada. Por las dudas, se peinó con la raya al medio. No volvió a abandonar el dormitorio. Era su propiedad, su forta­leza y su refugio. Que en la planta baja sucediera lo que sucediere, le daba lo mis­mo. ¿Dónde dormía la joven? No lo sabía. ¿De dónde sacaba el dinero? Tampoco lo sabía. No lo sabía ni le interesaba. No te­nía por qué arriesgarse por esos dédalos que podían hacer trizas su identificación hipostática con la difunta. No abandona­ba, casi, el lecho, sino para reemplazarlo por la bañera, que llenaba de agua tibia y chorros de perfume, y donde permane­cía horas y horas, con el agua al cuello y gimoteando de placer. Pensaba en su casi­ta como en un lejano mundo sórdido al que, más adelante, debería regresar. Pero entretanto estaba viviendo un largo día de fiesta. Y en cuanto al mal olor, ¿qué mal olor? Ella no percibía ningún mal olor. La señorita Leonides estaba encan­tada, verdaderamente encantada.
La chica había vuelto a servirle una copita de aquella diabólica bebida. Luego trajo la botella, y las dos se sirvieron. Un repentino dinamismo acometió a la seño­rita Leonides.
—Queridita —dijo alzando los hombros y frunciendo la nariz, como quien va a proponer una picardía—, ¿qué te parece si me pruebo uno de esos vestidos?
La joven lanzó una risa estridente (que a la señorita Leonides no le cayó nada bien), movió para todos lados la cabezota de títere y se precipitó a abrir el ropero. La señorita Leonides saltó fuera de la ca­ma y, de pie frente al espejo de luna, fue colocándose uno tras otro los vestidos que, con toda evidencia, habían pertenecido a la falsa Leonides de la fotografía. No le quedaban mal. Un poco cortos, tal vez, y algo holgados. ¡Pero eran tan hermosos! La señorita Leonides se contemplaba en el espejo, giraba sobre sí mismo, quería verse de espaldas y de perfil, exclamaba a cada rato siempre lo mismo: “¡Pero si es un modelo, un modelo!”.
La muchacha se había sentado en el suelo y desde allí presenciaba con cara ambigua los sucesivos avalares de la se­ñorita Leonides. De tanto en tanto (¿al azar? ¿O cuando el vestido le quedaba particularmente bien? ¿O particularmen­te mal? ¿Cómo saberlo?) se reía chillona­mente. Se reía estúpidamente. Como lo que era. Como una loca. “¿Estará bur­lándose de mí?”, pensaba la señorita Leonides con alguna inquietud y una pizca de cólera.
Se sirvieron otra copita.
La señorita Leonides trataba ahora de embutirse dentro de un traje de noche, de seda negra. Después quiso agregarle una estola de piel. Después la chica, ex­trañamente excitada, extrajo de algún mueble una caja de afeites, y la señorita Leonides se coloreó los labios y las me­jillas.
Se sirvieron otra copa.
—¡Alhajas! —vociferó de pronto la se­ñorita Leonides. —¿Dónde están mis al­hajas? Necesito un collar, una pulsera, aros.
La joven buscó febrilmente por todas partes, la señorita Leonides la secundó, revolvieron toda la habitación, encontra­ron un cofre vacío, varios estuches tam­bién vacíos, pero ni una modesta sortija apareció.
No importaba. Con paso ondulante la señorita Leonides regresó junto al espejo y volvió a admirarse. ¿Era ella esa mu­jer peinada con raya al medio, pintarra­jeada, de ojos de tigre, el cuerpo enfun­dado en un ajustadísimo traje de seda y con una capa de piel cubriéndole ape­nas los hombros desnudos?
Bebió otra copa.
Y de golpe se echó a llorar. No sabía por qué lloraba. Pero lloraba. Las lágri­mas le corrían por las mejillas, arrasaban los cosméticos, le saltaban al escote, mojaban la seda del vestido.
(La marioneta ya no se reía. Estaba inmóvil y observaba a la señorita Leonides con el ceño fruncido).
En ese instante se oyeron lejos, en la planta baja, varios golpes.
La niebla alcohólica se disipó como una burbuja dentro de la cabeza de la señorita Leonides.
—¿Qué es? ¿Qué son esos golpes? —pre­guntó con voz queda.
La chica se había puesto velozmente de pie y corría a espiar desde el balcón.
—¿Quién es? Por favor, ¿quién es? —re­pitió la señorita Leonides, sin osar mo­verse de su sitio.
—Encarnación y Mercedes —cuchicheó la joven, separándose del balcón y atra­vesando a la carrera el dormitorio.
—Por favor, por favor —rogaba la se­ñorita Leonides— No les digas que estoy aquí.
Pero ya la joven había desaparecido.
La señorita Leonides siguió clavada en el piso. Vestida de fiesta, con la capa so­bre los hombros y la cara hecha un de­sastre, ofrecía, a cambio de no ser des­cubierta, e! holocausto de la más absolu­ta inmovilidad.
Pero al cabo de media hora ese cadáver se recobró, y la curiosidad sucedió al pánico. Se descalzó, se quitó la estola de piel, y procurando volverse ingrávida ini­ció el descenso a los infiernos. Ahora no se orientaba por una luz, sino por varias voces de mujer que parloteaban en uno de los aposentos del frente. Llegó a una salita y luego a un antecomedor. Desde allí, y a través de una puerta de vidrios cubierta con un cortinaje de tul, distin­guió a las visitantes, familiarmente re­pantigadas en sendos sillones. Eran dos viejas de pelo blanco. La chica se había sentado en el borde de una silla y mi­raba obstinadamente el suelo, con el aire de un reo que comparece delante de un tribunal.
—Cecilia —decía en ese momento una de las viejas, cuya voz, ronca y curiosa­mente metálica, se cortaba a cada sílaba y hacía recordar el balido de una cabra—, ayer estuvimos en el cementerio. Sobre la tumba de tu pobre madre no había ni una flor. Se ve que hace mucho tiempo que no vas por allá. ¿Te parece bonito?
Otra voz, tarda y pastosa, un chorro de aceite goteando sobre la arena, agregó:
—Tu pobre madre ha muerto, Cecilia. Tenés que convencerte, y no andar bus­cándola por la calle. ¿Me oís?
—¡Mercedes! —la amonestó la primera vieja.
—Pero es que...
—Callate.
Hubo un silencio. Cecilia (de modo que se llamaba Cecilia) jugueteaba con la fal­da del vestido, se sacudía toda. ¿Lloraba?
La cabra golpeó con la pezuña en el piso y bababaló:
—¿Y ahora de qué te ríes? No te rías. Te ordeno que no te rías, Cecilia. Hola, hola, me parece que hueles a alcohol. ¿Has bebido? Es lo único que faltaba. Que te emborrachases.
—Sales a tu padre —rezongó la otra vieja.
—¡Mercedes!
—Pero es que...
—Callate.
Otro silencio, y el balido recomenzó:
—¿Y hoy qué pasa, que nos tienes aquí sin servirnos el té? Vamos, Cecilia, apú­rate.
La joven se puso de pie y corrió hacia los fondos de la casa, tal como si la señorita Leonides le hubiera dicho: “que­rida querida”. “Por lo visto”, pensó la señorita Leonides, “cualquiera puede dar­le cuerda a mi muñequita”. Y sintió una especie de celos.
Durante un rato en el comedor no pasó nada. Las dos viejas permanecían rígidas y mudas como estatuas. Pero de pronto esa inmovilidad se quebró. Y la señorita Leonides, atónita, asistió a una escena tan impecablemente jugada que en se­guida comprendió que aquellas dos ac­trices venían representándola desde ha­cía mucho tiempo. Mercedes, rechoncha y de andar plantígrado, se ponía de pie, se dirigía hacia la puerta del comedor, desde allí vigilaba el regreso de Cecilia. Una pausa, y ahora era Encarnación la que se levantaba, erguía un largo cuerpo de ofidio, iba derechamente hacia una vi­trina, la abría, con movimientos limpios como pases magnéticos se apoderaba de algo, lo guardaba en su bolso, cerraba el mueble, volvía al sillón y se sentaba. A poco Mercedes se le reunía. Las dos mu­jeres se transformaban de nuevo en es­finges. No se oía ni el zumbido de una mosca.
La única espectadora de aquella pan­tomima, desde su escondite, hervía de in­dignación. Aprovechó la algazara que le­vantaron las dos viejas cuando Cecilia apareció con el té para escabullirse fuera del antecomedor. Durante más de una ho­ra se paseó de un extremo al otro del dor­mitorio. Y si desde abajo oían sus pisadas, mejor. Se le importaba un rábano. “La­dronas, ladronas”, mascullaba. Ahora es­tarían atracándose con el té que les había preparado la pobre chica. Y un rato an­tes, como dos arcángeles, la cubrían de reproches. Miren quiénes. Arrastradas. Arrastradas. Arrastradasarrastradasarradas.
Se sentó en el sillón de terciopelo y es­peró. Debió esperar casi una hora, porque las dos viejas canallas no se fueron sino con las primeras sombras de la noche. La señorita Leonides no había encendido, por prudencia, la lámpara. Miraba, abstraí­da, el fuego, cuyas reverberaciones, ilumi­nándola desde abajo, le convertían el ros­tro en una calavera púrpura que hacía guiños.
Cecilia entró en el dormitorio, se sentó en el suelo y, como parecía ser su cos­tumbre, apoyó la cabeza en las rodillas de la señorita Leonides. Aparentaba ha­llarse singularmente alegre. Las palabras de las visitantes, por lo visto, habían res­balado sobre ella sin herirla.
“Aún le dura la borrachera”, pensó la señorita Leonides. Y dijo:
—¿Ya se han ido, por fin, esas dos?
La mata de pelo rubio se agitó de arri­ba hacia abajo y empolló una risita.
—Y tú que me asegurabas que no ven­dría nadie... —prosiguió la señorita Leonides.
Nuevos gorgojeos de hilaridad explota­ron bajo el plumón rubio.
—¿Les has hablado de mí?
Nada.
—Cecilia, ¿les hablaste de mí?
El plumón se infló, tembló, se levantó, se echó hacia atrás, descubrió el huevo del rostro.
Una sonrisa de desvarío crispaba aque­llos labios. Los ojos refulgían. Miraba a la señorita Leonides con horrible sorna, co­mo haciéndola cómplice de una befa atroz.
Y en un tono viscoso, molusco, alabea­do, baboseó:
—Te creen muerta.
La señorita Leonides, sobrecogida, des­vió la vista.

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"Esta noche está en nuestras manos decir alguna verdad que ya, que ya mentimos a diario"

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