Angelic Fruitcake

...La verdad tiene estructura de ficción.

me haces feliz.

tus besos me hacen feliz.
estar toda enrollada a vos cuando dormimos me hace feliz
que me cuentes cuentos me hace feliz
que seas tan vos me hace feliz.
que seas solo mio me hace feliz
que me aprietes al grito de druuuuuuuu me hace feliz.
que me hagas upa me hace feliz
que me tires al sillon me hace feliz
que sepas lo que me gusta me hace feliz
escucharte roncar me hace feliz
cuando me llamas me haces feliz
que seas tan fuerte me hace feliz
que seas tan lindo me hace feliz
que seas mio me hace feliz.


estar con vos me hace feliz, porque VOS me haces feliz.

[Tenía que compartir esto con ustedes...]

Te puedo hablar a vos???

Si a vos, pebeta enamoradiza.
A vos que te enamoras de cualquier cosa con pito queanda por ahi......
A vos que conociste el pibe numero 574839187623.......y decis:
este si, es.......divino, es lo que estaba esperando....
Y que haces????
dejas el celular prendido 25 hs. al dia,......
esperando que te llame, y si te agarran ganas de cagar, te la bancas, por..... si te llama justo...... cuando estas haciendo fuerza.... Durante una semana, te vestis como una reina, y crees........ ciegamente que te va a llamar, y le sonreis a cualquier albañil retobado,... y te pones perfume todo el dia,..... te peinas cada 5 minutos, y te depilas cada 2 horas,..... para estar lista, porque sabes que esta por llamar!!!!!!!!!!!! 

Y suena el telefono!!!!!!!!!!! que hasta lo pusiste en vibrador....... para que sea mas emocionante.... 
y transpiras!!!!!!.
y tu sonrisa sale de tu cara!!!! 
y miras la pantallita...
y  seguis esperando...... porque no es el.

Pero no te importa,...... volves a tu casa contenta, porque pensas que va a estar...... en la puerta con un ramo de flores, arrodillado, no, mejor tirado en el piso,.... pidiendote disculpas!!!!!
Y llegas, pero esta el portero, que te dice que no llego ni la revista de cablevision..... y como todavia no llamo, que haces???
¡¡¡¡Lo llamas!!!!! 'Pero no te atiende porque se fue a cagar o... mejor dicho a cagarte!!!!!.
Pero vos lo entendes, y le das otra oportunidad.....
seguro  te mando un mail!!!!!!
Y que haces??? 

Prendes la computadora....
contenta..... , estas segura que te mando una declaracion cibernetica.... donde explica todo...pero ningun mensaje nuevo.
Y te sacás... te calentas y sacas puteadas a cuatro vientos!!! 

y que haces???


Bien, llamas a todas tus amigas y les quemas el cerebro con la inexplicabilidad de los hechos. Y recordas que ya te paso lo mismo.... 
y que haces???????


Puteas, queres que se haga mierda contra un puente, y que pierda la memoria y que lo unico que recuerde es lo bien que te lo coges!!!!!!!
y decis: ' a este no lo atiendo nunca mas!!!!!!' se va a arrepentir toda su vida!!!!! y suena el telefono....
y ahi esta ese numero...que esperaste toda la semana, titilando en tu pantallita!!!....



y que haces?????

fuck!!!!!!!!! lo atendes!!!!!

NOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Que haces??????

sos enfermita????? Sado pelotuda????... ¡¡Asi no!!!!!

Sabes lo que te va a pasar????

Te va a decir que estuvo ocupado, que se reunio con Clinton, en la casa amarilla, que no durmio en toda la semana por tanto laburar y que se olvido el celular en la casa de una tia lejana!!!!! 
Y le vas a creer..... porque sos pelotuda!!! y lo peor es que te va a invitar a salir.... y todo lo que puteaste y lo que le tenias planeado decir, te lo vas a meter en el orto!!!!!!.. y vas a terminar en su cama!!!! durmiendo con el enemigo y ... despues te va a meter en el auto, y te va a tirar en el hall de tu casa.... de donde nunca deberias haber salido!!!!!! 


y que haces????


Prendes el celular por si llama..... y esperas un rato laaaaaaaaaaaargo!!!!!!
Haceme caso..... espera a que te llame pero mientras llamá, a otro!!!!!
Agarra tu banco suplente y armate un partidito de reserva....
Divertite... deja que te emboquen, que festejen sus goles, pero mandalos al banco antes de que se le suba la fama a la cabeza. 

Llama a tus amigas y sali a putanear, quien te dice que no hay algo mejor por ahi???? 
Empedate, enfiestate, no seas sana!!!!! 


Pero cuidate, dejate de joder que todavia hay cabezas que cortar y ni te digo las velas por soplar!!!!!!!! y como dice el tango:


cagate en los machos!!!!! el hombre es problematico y febril, el que no ronca se mama y el que esta bueno es un gil!!

El mate no es una bebida. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse. El mate es exactamente lo contrario que la televisión. Te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo.
Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es "hola" y la segunda "¿unos mates?". Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos. Los buenos y los malos .
Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón. Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza: ¿Dulce o amargo? El otro responde: -Como tomes vos. Los teclados de Argentina tienen las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas.
Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie. Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es porque ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.
Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solos. Pero debe haber sido un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones. El sencillo mate es nada más y nada menos que una demostración de valores... Es la solidaridad de bancar esos mates lavados porque la charla es buena, la charla, no el mate.
Es el respeto por los tiempos para hablar y escuchar, vos hablás mientras el otro toma y viceversa. Es la sinceridad para decir: basta, cambiá la yerba! Es el compañerismo hecho momento. Es la sensibilidad al agua hirviendo. Es el cariño para preguntar, estúpidamente, ¿está caliente,no?
Es la modestia de quien ceba el mejor mate. Es la generosidad de dar hasta el final. Es la hospitalidad de la invitación. Es la justicia de uno por uno. Es la obligación de decir "gracias", al menos una vez al día. Es la actitud ética, franca y leal de encontrarse sin mayores pretensiones que compartir. Ahora vos sabes, un mate no es sólo un mate... 

Tengo un secreto que no te puedo contar.

Yo creo en el Amor eterno. De hecho, tengo un ejemplo al alcance de mis manos. Se lo que significan años juntos,en buenas y malas, pero juntos. Esas personas no nacen de cuentos, sino que tienen nombre, apellido y nacionalidad. Yo creo en el amor eterno, pero no creo en que me pueda tocar a mí.
Tengo un secreto, me dan miedo las despedidas. Suelo pensar que no se si voy a volver a ver a esa persona y la angustia se acrecienta depende el amor que le tenga. Me angustian, me hacen chiquita, me abandonan, me dejan sola e indefensa. Pero aún así tengo ganas de que tengas miedo, quiero que tomes como una posibilidad que pueda llegar a irme, quiero que me sientas capaz.
Que pasa cuando realmente, lo que más felicidad te da es lo que más te lastima? Cuando sabes las fechas, las que pasaron y las que vendrán? Tengo un secreto pero no te lo puedo contar. Como haces si sos alérgica al oxigeno?
Suelo llorar en silencio, hasta explotar en agonía. No me gusta que me vean. La misma mina que se lleva el mundo por delante a veces también se rompe.
Tengo un secreto, soy muy insegura, me gustan los finales felices y los besos largos en la oscuridad. Nunca dormí mejor que cuando me abrazás. Me escuchas a la noche?
Tengo un secreto: me sacaron el corazón de una puñalada, pero tampoco te lo puedo contar. Me siento vacía y ese es el momento en que mirás para otro lado. No quiero a nadie más al lado mío, pero yo quiero al de siempre, al de antes. No me conformo, no puedo, no quiero y no te lo demuestro tampoco o no me puedo expresar bien...
Te extraño con locura, me acuerdo de tus risas, de tus modos, de vos. No dejo de extrañarte todos los días, a vos, al de antes. Pero es un secreto.
Que raro... pensar que te leo. No hace falta de hables, te miro nomás. Te extraño tanto, nos extraño.
Tengo un secreto, que no te lo puedo decir, que no lo querés escuchar.
Tengo un secreto que duele, que me hace mal.
Tengo un secreto que te quiero decir todos los días.

Tengo un secreto del que te vas a enterar: la última palabra va a ser mía.


Pase lo que pase, te voy a amar toda la vida.

Yo no quiero un amor civilizado.

Yo no quiero que viajes al pasado.
Yo no quiero domingos por la tarde,
lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mí.
Porque el amor cuando no muere, mata.
Porque amores que matan, nunca mueren.


Yo no quiero saber por qué lo hiciste;
yo no quiero contigo ni sin ti;
lo que yo quiero, muchacho de ojos tristes,
es que mueras por mí.

Del 16 de octubre al 15 de noviembre
Planeta:
Plutón
Símbolo: Osiris
Palabra de poder: Yo deseo

Simbología:
Es simbolizado como el dios de la muerte. Además representa la autoridad y el liderazgo.

Características:
1. Se lo considera honorable. Posee seguridad en sí mismo y defiende su territorio.
2. Es sincero, inteligente y carismático. Posee un gran sentimiento de lealtad y es de jugar limpio y con justicia.
3. Puede aguantar mucha tensión. Su mente hace de ellos buenos consejeros, sacerdotes o psicólogos.
4. En el amor, son pasionales y posesivos. Buscan un compañero fuerte y sensual.
5. Es luchador y no descansa hasta lograr sus objetivos. En el amor, atraerá a sus parejas de tal forma que no querrán alejarse jamás.

Planeta regente:
Es Plutón y los dotará de una gran energía que los volverá invencible.

Objetivo de vida:
Guiar, curar, investigar y crear. Sus persistentes ideas y su insistencia lo convierten en líder en donde se encuentre. Una de sus misiones más relevantes es proteger a los demás, enseñar con entereza y valor a vivir el amor en profundidad.

Cualidades:
Es intenso, fogoso, pasional y extremista. Vivirá cada momento con intensidad y sus emociones serán profundas y duraderas. Tendrá la capacidad para descubrir secretos, investigar y sanar.

Defectos:
Algunas veces pierde la paciencia fácilmente. Sus celos pueden llegar a ser desmedidos, perdiendo el control.

Misión para evolucionar:
Necesita comprender como controlar la ansiedad, la agresividad, la obstinación y su inclinación hacia la venganza. Además deberá aprender a evitar las conductas extremistas e inquebrantables, su deseo de manipular a los demás y la tendencia al egoísmo.



CHAAAAAUUUU con este flequillo cleopatresco y este horoscopo raro que me mandó mi viejo me voy al carajoo...

he regresado.

despues de tanto tiempo...
ya contaré ( o capaz qe no) las cosas que fueron pasando en este tiempo...
entre tantas otras, me corté el flequillo, le dije a G qe lo amaba, mi viejo se fue de mi casa, volvió, aprendí vitreaux, vitrofusión y mosaiquismo, mi mamá me pidió perdon por estar ausente toda mi vida, le regalé un bonzai, mi mejor amiga tuvo un nuevo desencuentro amoroso, y estoy metida en un seminario de mandalas, rendí y todavía no tengo ni la más pálida idea como me fue (hace 15 días me deben las notas...).
Si, estoy hecha toda una hippie artesana.
En fin... qe pasó durante tanto tiempo para qe me dieran ganas de meterme por acá de nuevo? Este fin de semana.
No voy a empezar a hablar de las cosas con G, me voy a enfocar.
Este finde fue pochoclero. Vimos Up y el Secreto de sus Ojos.
La segunda, es una de las mejores películas que ví en mi vida... está ambientada en los 70 y muestra todo lo qe siento que influye en mi vida, desde la dictadura hasta el amor y lo complicado que es jugarse de lleno por lo que uno quiere.
Al principio, debo admitir que es un poco fuerte, de hecho, me qise ir del cine...pero la verdad qe valió la pena quedarse sentada, Excelente y para recomendar.
La primera es muy buena, pero no estaba emocionalmente preparada como para verla... de hecho, me mostró todo lo que no quería ver... es de una pareja de viejitos que se conocieron de chiquitos y despues estuvieron juntos hasta qe fueron muy muy viejos, pero la mujer se murió dejandolo al viejito solo y el quiere cumplir lo qe le prometió cuando eran chicos teniendo nuevas aventuras.
Okey... si leen más atrás en mi blog, se van a dar cuenta qe CLARAMENTE no es una película para mí. Esta también la quise sacar... y contando 10 desde que aparece el loguito de Disney, ya estaba llorando. TERRIBLE PELICULA.
Ensima, G se qedó dormido, asi que no pude comentar nada con él... no solo eso, sino que le mando un mensaje a mi papá y me dice: "estas demasiado sensible..."
Yo los invito a que vean las dos peliculas una atrás de la otra y que no se pongan de la misma manera.
Eso si... la sensibilidad me agarró cuando me di cuenta las dos bolsas de pochoclo grandes que me bajé mientras decidia que tan suseptibles me ponían las peliculas.

"Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo."

"La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas."

"Si la inspiración no viene a mí salgo a su encuentro, a la mitad del camino."

"Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla."

"La gran pregunta que nunca ha sido contestada y a la cual todavía no he podido responder, a pesar de mis treinta años de investigación del alma femenina, es: ¿qué quiere una mujer?"

"Sería muy simpático que existiera dios, que hubiese creado el mundo y fuese una benevolente providencia; que existieran un orden moral en el universo y una vida futura; pero es un hecho muy sorprendente el que todo esto sea exactamente lo que nosotros nos sentimos obligados a desear que exista."

"Dijo Platón que los buenos son los que se contentan con soñar aquello que los malos hacen realidad."

"Cualquiera que despierto se comportase como lo hiciera en sueños sería tomado por loco."

"El primer humano que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización."

"He sido un hombre afortunado; en la vida nada me ha sido fácil."

Un día como hoy, hace 70 años, moría Sigmund Freud.

A mí el amarte me vuelve previsible.-

L.

La verdad que tengo 19 años que decirte y es terrible no saber por donde empezar.

Desde el vamos, nuestra comunicación no fue la mejor, porque nunca la hubo. Cada vez que tuviste que enfrentar tu rol, no lo hiciste. Te encargaste de buscar al medidador de turno para no asumir las responsabilidad que aún hoy no estás dispuesta a afrontar.

Yo creo que las personas evolucionan, así como de bebes pasamos a ser nenes y luego adultos para después ser viejos y morir, vos no podés pasar de nivel. Nunca dejaste de ser hija.

Si, asumilo, fue un error habernos tenido.

No se si alguna vez tuviste alguna relación no enfermiza con alguien, pero te cuento que cuando hay un vínculo, las personas están en las buenas y en las malas. Cada uno ocupa un papel, del que se tiene que hacer cargo, con sus responsabilidades y ventajas.

No está bien que te acuerdes que sos mi mamá cuando me dan un diploma o consigo trabajo. No, te informo que en las relaciones sanas, las personas también están cuando al otro lo interan de urgencia o tiene un ataque de nervios por el pozo depresivo que atraviesa. Si, lo entiendo. Es un poco complicado que sepas por que estaba deprimida si cada vez que lloraba, preferías mirar la televisión o enojarte porque mi pieza es un quilombo.

Tengo 19 años para decirte. 19 años de callarme y tenerte paciencia. De esperar una reacción en vos… pero es increíble. Aún cuando la situación te obliga a ser mi vieja, te escapás.

Te cuento que me dicen Pepo, qe mi mejor amiga se llama Flavia, que con Sergio estoy hace 15 meses y que la orientación de psicología que quiero seguir es Clínica. Para ponerte al tanto, me gusta la música melódica, mi instrumento preferido es el violín y si hay algo que no soporto es el caretaje.

El mismo caretaje que abunda en este conjunto de gente al que referís como “familia” ante otras personas. Siempre te encargaste de mantener distancia entre lo que considerás que vale y lo que no. Por algo seguiste diciendo “mi casa” cuando te referías a lo de tu mamá y hermana aún haciendo más de 10 años que vivimos en el mismo techo, sin ellas.

Me resulta irónico hasta hipócrita y repulsivo la cantidad de cosas que le hechás en cara a mi papá. Y si, en este momento debes estar pensado que digo esto porque “no se por lo que pasaste” pero no te estoy hablando de eso. Él tiene problemas, como todo el mundo lo sabe. No son problemas fáciles ni comunes, eso lo sé. Ahora, yo te pregunto… quien está más enfermo? Si una persona casi llegando a los 50 depende de la aprobación de su mamá y su hermana y ellas son lo único que tiene, quien tiene una relación dependiente? Nunca pensaste como sería ser vos misma?.

Si tan infeliz fuiste, sos una conformista, una obsesiva enferma conformista. Quien se pone a llorar porque no quieren a su hermana, no es una dominada?

Yo no sé lo que es eso, porque no tengo relación con vos, ni siquiera de madre-hija, asi que menos voy a entender como es eso de no ser dueña de su propia vida por ese tipo de relación. Te duele que no sea tan sumisa y dependiente como vos, no? Te encantaría poder manipular mi vida a tu gusto y antojo como lo hacen con vos, pero no podés y eso te da bronca. En estos 19 años no fuimos más que compañeras de casa.

Jamás te importó por qué estaba llorando, ni siquiera por que sonreía a todo el mundo cuando lo hacía.

Que se siente perder una hija? O mejor dicho, parir a alguien que jamás lo fue?

La verdad que es una lástima. A mi me encantaría tener una mamá como el resto de mis amigas mal o bien la tienen, pero me tengo qe conformar como siempre en encontrar contención en otros papeles.

A donde llegaste mamá? Sos una mujer de 48 años separada con un trabajo de mierda (conseguido y aceptado por la dueña de tu vida, tu hermana) con dos hijas, una de las cuales desde que tiene uso de memoria se encarga de recalcarte y hacerte reaccionar, haciéndote notar que jamás ocupaste el rol de madre. Solo la pasaste bien una noche y a los nueve meses acá estoy. No hace falta negarme que fui un error, siempre me lo hiciste sentir así.

Pero lo peor de todo, sabés que es? Que ni aunque la situación te obligue sos mi mamá. Porque en cuanto tenes que actuar como si lo fueras, llamás a mi papá (aunque nunca lo hagas) para que se encargue (como siempre) de criarme y hacerse responsable de mí.

Estoy cansada de tu caretaje. No te creo ni una sonrisa, ni tus nuevos y actuales “mi amor”, “Lucy, bichita de luz” y la cantidad de giladas que durante 19 años te guardaste porque no era necesario acercarse a mí, si había quien lo haga por vos.

La última vez que me internaron, se quedó cuidándome mi abuela, haciendo el rol de madre, algo a lo que te escapaste siempre.

Como puede ser que una nena de 10 años le pida a su mamá hablar con ella para conocerla? Cómo puede ser que nunca supieras el chico que me gustaba ni a que edad perdí la virginidad o lo que fuera? Durante cuanto tiempo más vas a seguir en tu cómoda posición de “estoy solo cuando hay algún reconocimiento”?

Y yo soy la pelotuda que creyó que esta iba a ser una oportunidad para recuperar la madre que nunca tuve, escuchándola, haciéndole el aguante, aconsejándola… No dejo de equivocarme con vos.

Cuando vos solo regás una planta una vez cada dos meses, se va a mantener viva si tenés suerte, pero jamás va a dar flores. Espero que entiendas lo que estoy tratando de decirte.

Solo quiero que tengas en cuenta que no sos mejor persona que nadie. Por más que te pongas en ese fácil papel de superada, no vas a dejar de ser una pobre mina a la que aún llegando a los 50 le planifican todo.

Que bronca que nunca me dediques una sonrisa sin TU familia presente.

“Pobre Norita”… tengo las bolas llenas de que tu mamá diga eso. Yo también pienso que sos pobre, pero por todo lo que te falta vivir y ya no te queda tiempo. No sabés lo que es la independencia, ni jugarse por lo que uno quiere. No tenes idea de lo gratificante que es hacer lo que a uno le gusta, ni la paz interior que se siente cuanto uno le es fiel a uno mismo.

Hasta tu pasatiempo lo dictaminó tu hermana.

No sé como hacés para vivir con tu falsedad, con tus mentiras.

Porque le reprochas 15 años a mi viejo, mientras que vos tendrías que hacértelo por tus 48 vividos.

Por momentos te veo como una nena, a la que la agarran de la mano para cruzar la calle y la peinan con dos colitas para ir al colegio y te puedo asegurar que es bastante traumático llegar a la conclusión que sos más grande que tu propia mamá.

No tenés amigas, la única mina que está con vos, la negás y cada vez que te habla por telefono haces cara de “que hincha pelotas”. Vos también sos una careta, vos también tenés esa necesidad de caerle bien a la gente. La diferencia es que todavía no aprendiste a cruzar la calle sola, como para conocer gente nueva y desarrollar lo que te acabo de decir. Que se siente estar presa hace 48 años en el mismo lugar?

El día que te mueras, vas a estar orgullosa de lo que hiciste? Dejaste alguna marca en este mundo? O solo vas a ver la misma gente, en la misma situación, siempre, pero más vieja?

Tengo tantas cosas que decirte que se me atoran todas en la cabeza y nos las puedo expresar.

Te puedo asegurar que nadie quiere tener una madre tanto como yo. Es jodido pensar en quien te parió como la esposa de tu papá, la madre de tu hermana o tu compañera de casa.

Cuantas veces me defendiste mamá? Te contesto yo: nunca.

Siempre fue más fácil darme vuelta la cara de una trompada cuando yo lo hice sola, porque eso significaba ofender a la secta de la que saliste.

Sí, tengo mucha mierda guardada adentro.

Y sabés que es lo peor? Que si lees esto, vas a enojarte, capaz qe llorar de lástima por vos misma, pero no vas a cambiar. No vas a agachar la cabeza dándote cuenta que estabas equivocada, que estás presa, que no cortaste el cordón. Ni siquiera te van a dar ganas de pensar en lo que te digo, es más fácil enojarte y pensar que soy una irrespetuosa mal agradecida.

Vos y él están igual de enfermos. Los dos usan el mismo verso “lo hice por la familia, por las chicas”. Vos, para justificar tu falta de vida, de goce, de todo. Y él para justificar su adicción. No te parece que no estás en condiciones de reprochar nada a nadie?

Vos también estás enferma y peor, es que ni lo asumís, ya estás grande Mamá.

Como te vas a sentir sin todas las cosas que “te invaden” en casa? Te lo vuelvo a contestar yo: Vacía. Como lo estás vos. Porque nunca te interesaste en llenar nada.

Vos te acordás cual fue el último regalo de cumpleaños que me hiciste? Ni eso.

Es una lástima que confundas el amor con el signo pesos. En tu casa nunca hubo amor, o siempre fue una dictadura, no lo sé. No te sentís sometida por momentos? O lo tenés incorporado?

La vista gorda, no sirve mamá. Las cosas hay que plantearlas en el momento, solucionarlo cuando se puede. No es un justificativo “no me metí para no tener problemas” NO, no te metiste porque no te importó. Porque mientras tengas regalos importados y la casa esté con refacciones, vos eras feliz. Así es fácil mantener la vista gorda, no?

Te cuento algo? Cuando uno se vincula con alguien, y más durante tanto tiempo, llega un momento en que las cosas no se pueden ocultar, ni mantenerte al márgen. Pero como jamás te interesó mantener ninguna relación con ninguno, mientras que a vos no te jodieran, estaba todo bien. Sabés que? Todo lo que te pasa te lo merecés, desde tu soledad hasta tu paranoia injustificable.

Las relaciones se llevan de a dos, si las cosas no funcionan es culpa de ambas partes. Que inmaduro es librarse de toda responsabilidad, que estúpido.

Por eso, yo admito que también debo tener alguna responsabilidad de que nuestra relación no funcione. Será que no se me comunicar con vos, o que no me dejo someter, no sé.

“Vos no hiciste eso, Vos hiciste tal cosa”… que se siente mantenerse al margen de toda tu vida? Que bronca me da lo chiquilina que sos.

A mi me da miedo tu enfermedad. Tu negación y sensación de superioridad creo que son mucho peor que una adicción o un episodio depresivo.

Es una pena que enserio te consideres más que el resto (de hecho.. si así lo fuera, no tendrías que estar con gente como la que estás), es una pena que veas tu vida pasar.

Estoy segura que los 50 los vas a soplar con gente a tu alrededor, pero pensá quien te va a llevar al médico cuando tengas 78 años y tu familia ya no esté… recién ahí te vas a acordar que además de hija y hermana, sos madre (ya ni digo esposa…)?

Yo estoy estudiando la carrera que a mi me gusta, estoy con quien me hace bien y tengo miles de proyectos por los que voy a pelear para conseguir. Y vos?

Quiero tener una familia propia. Cagarme a puteadas con mis hijos, pero abrazarlos cuando estén mal porque se sacaron una mala nota, se les murió el cobayo o se pelearon con sus respectivas parejas. Lo único que se es que no quiero ser una madre como vos.

Quiero que mis hijos tengan una abuela como la que tengo yo, aunque sepa que ese papel te quede grande. Una nena no puede ser abuela. Qué es lo que te da tanto miedo de crecer?

Es una lástima que sigas malgastando tu vida de esta manera. Por tu egoísmo y cobardía.

Acordate que la gente no vive para siempre y en algún momento vas a necesitar de quien te encargaste de perder. Sabés que es lo mas triste? Yo por lo menos, voy a elegir no estar, como lo hiciste vos durante casi 20 años.

Cuando el mundo esté en guerra, tú estarás en mi trinchera.

Gracias por tanto, Amiga.

Durante dos días nadie vino a expulsarla del paraíso.
La señorita Leonides estaba encantada, verdaderamente encantada. Pero su situación no era todavía segura. Reposaba sobre la cuerda floja de una alucinación. Y la alucinada a ratos se quedaba mirándo­la fijamente, como en el tranvía. La se­ñorita Leonides esperaba un estallido: “¿Quién es usted? ¿Y qué hace aquí, en el dormitorio de mi madre? Vamos, lárguese, lárguese rápido”, y entonces ella tendría que emigrar del edén. Otras ve­ces la joven se sonreía como para sí, con aquella sonrisa solapada que despertaba en la señorita Leonides las más negras sospechas. “¿Será una simuladora?”, pen­saba. “¿No me habrá traído aquí quién sabe con qué intenciones?” Pero no, ¿qué intenciones? Si excepto en esos raros mo­mentos en que parecía extraviarse dentro de su propio extravío, ¡la muchachita era tan dócil, tan diligente y sumisa! No había más que decir: “querida, querida” y la muñequita correteaba sobre sus piernecitas como si le hubiesen dado toda la cuerda. Y había que ver cómo la atendía. Como a una reina.
Pero por las dudas la señorita Leonides tenía el ojo atento. Por las dudas, trata­ba con extrema cortesía a la guardiana del paraíso, no le hacía preguntas, no ave­riguaba nada. Por las dudas, se peinó con la raya al medio. No volvió a abandonar el dormitorio. Era su propiedad, su forta­leza y su refugio. Que en la planta baja sucediera lo que sucediere, le daba lo mis­mo. ¿Dónde dormía la joven? No lo sabía. ¿De dónde sacaba el dinero? Tampoco lo sabía. No lo sabía ni le interesaba. No te­nía por qué arriesgarse por esos dédalos que podían hacer trizas su identificación hipostática con la difunta. No abandona­ba, casi, el lecho, sino para reemplazarlo por la bañera, que llenaba de agua tibia y chorros de perfume, y donde permane­cía horas y horas, con el agua al cuello y gimoteando de placer. Pensaba en su casi­ta como en un lejano mundo sórdido al que, más adelante, debería regresar. Pero entretanto estaba viviendo un largo día de fiesta. Y en cuanto al mal olor, ¿qué mal olor? Ella no percibía ningún mal olor. La señorita Leonides estaba encan­tada, verdaderamente encantada.
La chica había vuelto a servirle una copita de aquella diabólica bebida. Luego trajo la botella, y las dos se sirvieron. Un repentino dinamismo acometió a la seño­rita Leonides.
—Queridita —dijo alzando los hombros y frunciendo la nariz, como quien va a proponer una picardía—, ¿qué te parece si me pruebo uno de esos vestidos?
La joven lanzó una risa estridente (que a la señorita Leonides no le cayó nada bien), movió para todos lados la cabezota de títere y se precipitó a abrir el ropero. La señorita Leonides saltó fuera de la ca­ma y, de pie frente al espejo de luna, fue colocándose uno tras otro los vestidos que, con toda evidencia, habían pertenecido a la falsa Leonides de la fotografía. No le quedaban mal. Un poco cortos, tal vez, y algo holgados. ¡Pero eran tan hermosos! La señorita Leonides se contemplaba en el espejo, giraba sobre sí mismo, quería verse de espaldas y de perfil, exclamaba a cada rato siempre lo mismo: “¡Pero si es un modelo, un modelo!”.
La muchacha se había sentado en el suelo y desde allí presenciaba con cara ambigua los sucesivos avalares de la se­ñorita Leonides. De tanto en tanto (¿al azar? ¿O cuando el vestido le quedaba particularmente bien? ¿O particularmen­te mal? ¿Cómo saberlo?) se reía chillona­mente. Se reía estúpidamente. Como lo que era. Como una loca. “¿Estará bur­lándose de mí?”, pensaba la señorita Leonides con alguna inquietud y una pizca de cólera.
Se sirvieron otra copita.
La señorita Leonides trataba ahora de embutirse dentro de un traje de noche, de seda negra. Después quiso agregarle una estola de piel. Después la chica, ex­trañamente excitada, extrajo de algún mueble una caja de afeites, y la señorita Leonides se coloreó los labios y las me­jillas.
Se sirvieron otra copa.
—¡Alhajas! —vociferó de pronto la se­ñorita Leonides. —¿Dónde están mis al­hajas? Necesito un collar, una pulsera, aros.
La joven buscó febrilmente por todas partes, la señorita Leonides la secundó, revolvieron toda la habitación, encontra­ron un cofre vacío, varios estuches tam­bién vacíos, pero ni una modesta sortija apareció.
No importaba. Con paso ondulante la señorita Leonides regresó junto al espejo y volvió a admirarse. ¿Era ella esa mu­jer peinada con raya al medio, pintarra­jeada, de ojos de tigre, el cuerpo enfun­dado en un ajustadísimo traje de seda y con una capa de piel cubriéndole ape­nas los hombros desnudos?
Bebió otra copa.
Y de golpe se echó a llorar. No sabía por qué lloraba. Pero lloraba. Las lágri­mas le corrían por las mejillas, arrasaban los cosméticos, le saltaban al escote, mojaban la seda del vestido.
(La marioneta ya no se reía. Estaba inmóvil y observaba a la señorita Leonides con el ceño fruncido).
En ese instante se oyeron lejos, en la planta baja, varios golpes.
La niebla alcohólica se disipó como una burbuja dentro de la cabeza de la señorita Leonides.
—¿Qué es? ¿Qué son esos golpes? —pre­guntó con voz queda.
La chica se había puesto velozmente de pie y corría a espiar desde el balcón.
—¿Quién es? Por favor, ¿quién es? —re­pitió la señorita Leonides, sin osar mo­verse de su sitio.
—Encarnación y Mercedes —cuchicheó la joven, separándose del balcón y atra­vesando a la carrera el dormitorio.
—Por favor, por favor —rogaba la se­ñorita Leonides— No les digas que estoy aquí.
Pero ya la joven había desaparecido.
La señorita Leonides siguió clavada en el piso. Vestida de fiesta, con la capa so­bre los hombros y la cara hecha un de­sastre, ofrecía, a cambio de no ser des­cubierta, e! holocausto de la más absolu­ta inmovilidad.
Pero al cabo de media hora ese cadáver se recobró, y la curiosidad sucedió al pánico. Se descalzó, se quitó la estola de piel, y procurando volverse ingrávida ini­ció el descenso a los infiernos. Ahora no se orientaba por una luz, sino por varias voces de mujer que parloteaban en uno de los aposentos del frente. Llegó a una salita y luego a un antecomedor. Desde allí, y a través de una puerta de vidrios cubierta con un cortinaje de tul, distin­guió a las visitantes, familiarmente re­pantigadas en sendos sillones. Eran dos viejas de pelo blanco. La chica se había sentado en el borde de una silla y mi­raba obstinadamente el suelo, con el aire de un reo que comparece delante de un tribunal.
—Cecilia —decía en ese momento una de las viejas, cuya voz, ronca y curiosa­mente metálica, se cortaba a cada sílaba y hacía recordar el balido de una cabra—, ayer estuvimos en el cementerio. Sobre la tumba de tu pobre madre no había ni una flor. Se ve que hace mucho tiempo que no vas por allá. ¿Te parece bonito?
Otra voz, tarda y pastosa, un chorro de aceite goteando sobre la arena, agregó:
—Tu pobre madre ha muerto, Cecilia. Tenés que convencerte, y no andar bus­cándola por la calle. ¿Me oís?
—¡Mercedes! —la amonestó la primera vieja.
—Pero es que...
—Callate.
Hubo un silencio. Cecilia (de modo que se llamaba Cecilia) jugueteaba con la fal­da del vestido, se sacudía toda. ¿Lloraba?
La cabra golpeó con la pezuña en el piso y bababaló:
—¿Y ahora de qué te ríes? No te rías. Te ordeno que no te rías, Cecilia. Hola, hola, me parece que hueles a alcohol. ¿Has bebido? Es lo único que faltaba. Que te emborrachases.
—Sales a tu padre —rezongó la otra vieja.
—¡Mercedes!
—Pero es que...
—Callate.
Otro silencio, y el balido recomenzó:
—¿Y hoy qué pasa, que nos tienes aquí sin servirnos el té? Vamos, Cecilia, apú­rate.
La joven se puso de pie y corrió hacia los fondos de la casa, tal como si la señorita Leonides le hubiera dicho: “que­rida querida”. “Por lo visto”, pensó la señorita Leonides, “cualquiera puede dar­le cuerda a mi muñequita”. Y sintió una especie de celos.
Durante un rato en el comedor no pasó nada. Las dos viejas permanecían rígidas y mudas como estatuas. Pero de pronto esa inmovilidad se quebró. Y la señorita Leonides, atónita, asistió a una escena tan impecablemente jugada que en se­guida comprendió que aquellas dos ac­trices venían representándola desde ha­cía mucho tiempo. Mercedes, rechoncha y de andar plantígrado, se ponía de pie, se dirigía hacia la puerta del comedor, desde allí vigilaba el regreso de Cecilia. Una pausa, y ahora era Encarnación la que se levantaba, erguía un largo cuerpo de ofidio, iba derechamente hacia una vi­trina, la abría, con movimientos limpios como pases magnéticos se apoderaba de algo, lo guardaba en su bolso, cerraba el mueble, volvía al sillón y se sentaba. A poco Mercedes se le reunía. Las dos mu­jeres se transformaban de nuevo en es­finges. No se oía ni el zumbido de una mosca.
La única espectadora de aquella pan­tomima, desde su escondite, hervía de in­dignación. Aprovechó la algazara que le­vantaron las dos viejas cuando Cecilia apareció con el té para escabullirse fuera del antecomedor. Durante más de una ho­ra se paseó de un extremo al otro del dor­mitorio. Y si desde abajo oían sus pisadas, mejor. Se le importaba un rábano. “La­dronas, ladronas”, mascullaba. Ahora es­tarían atracándose con el té que les había preparado la pobre chica. Y un rato an­tes, como dos arcángeles, la cubrían de reproches. Miren quiénes. Arrastradas. Arrastradas. Arrastradasarrastradasarradas.
Se sentó en el sillón de terciopelo y es­peró. Debió esperar casi una hora, porque las dos viejas canallas no se fueron sino con las primeras sombras de la noche. La señorita Leonides no había encendido, por prudencia, la lámpara. Miraba, abstraí­da, el fuego, cuyas reverberaciones, ilumi­nándola desde abajo, le convertían el ros­tro en una calavera púrpura que hacía guiños.
Cecilia entró en el dormitorio, se sentó en el suelo y, como parecía ser su cos­tumbre, apoyó la cabeza en las rodillas de la señorita Leonides. Aparentaba ha­llarse singularmente alegre. Las palabras de las visitantes, por lo visto, habían res­balado sobre ella sin herirla.
“Aún le dura la borrachera”, pensó la señorita Leonides. Y dijo:
—¿Ya se han ido, por fin, esas dos?
La mata de pelo rubio se agitó de arri­ba hacia abajo y empolló una risita.
—Y tú que me asegurabas que no ven­dría nadie... —prosiguió la señorita Leonides.
Nuevos gorgojeos de hilaridad explota­ron bajo el plumón rubio.
—¿Les has hablado de mí?
Nada.
—Cecilia, ¿les hablaste de mí?
El plumón se infló, tembló, se levantó, se echó hacia atrás, descubrió el huevo del rostro.
Una sonrisa de desvarío crispaba aque­llos labios. Los ojos refulgían. Miraba a la señorita Leonides con horrible sorna, co­mo haciéndola cómplice de una befa atroz.
Y en un tono viscoso, molusco, alabea­do, baboseó:
—Te creen muerta.
La señorita Leonides, sobrecogida, des­vió la vista.

Increible como el pasa el tiempo, y el tiempo no pasa más.
No estás, pero no te fuiste.
Me encantaría estar soplando las velitas y comiendo torta con vos, aunque odie lo dulce.
A veces te necesito tanto.
Pensar qe te recuerdo como una bestia enorme, qe me abrazaba y se reía cuando me enojaba, porque le resultaba tierno. Já... que miedo me da olvidarme de tu sonrisa.
Que triste que a veces me de cuenta que el tiempo está afectando a mi memoria. A veces me odio tanto... no me permito, no me dejo olvidarte, no quiero.

Si supieras la cantidad de cosas que tengo para contarte.
Habrías tenido ganas de cagar a trompadas a mas de uno, y hubieras compartido conmigo todo lo que fui creciendo y ganando en este tiempo.

No dejo de extrañarte. No dejo de extrañarte todos los días.

Si me vieras ahora! Como pasa el tiempo!
Estoy trabajando, estudio y por suerte tengo salud y al amor de tu vida conmigo.

Qe dolor.

Si te tuviera acá! Pfff, cuantas cosas te diría! Te abrasaría, me retorcería de la felicidad. No pararia de saltar, de hablar, de llorar de emoción.
O no... capaz qe si te tuviera acá, no podría reaccionar. O no me lo puedo imaginar porque se qe no puede pasar.

Seguro que no sabes... pero sueño con vos. Y a veces me resulta tan real, tan real...
No me quiero despertar, te juro. Lo siento real, de verdad...
Pero no. Mi psicóloga, mi viejo y el resto de la humanidad dicen que no puede ser.
Yo puedo jurar qe me abrazaste. En mi habitación, me abrazaste.

La pintamos, te conté? Ahora es lila y cambiamos las camas.
Mi hermana está enorme. No lo podrías creer.
No se si llegaste a saber que amo el mate con locura... qe no daría por compartir unos amargos con vos!?
Que ganas de gritar, mientras mojo el teclado escribiendo esto.

Y no se a quien culpar, no se a quien putear, ni rogarle, ni nada.
No se y eso me desespera.
Sí, puede ser que no lo haya superado.

Yo te prometo, te lo juro por vos que no te voy a olvidar. Ella se va a quedar conmigo y yo la voy a cuidar como hiciste siempre.
No puede ser que me acuerde de todo como si fuera ayer.

Increíble como pasa el tiempo, y el tiempo no pasa más.

No puedo, no quiero, no es.

No sé qué más decirte... si me vieras ahora lo entenderías todo.


Hace 13 años ya, que espero que me toques el timbre otra vez.

te amo con toda mi alma.

te extraño.

Feliz cumpleaños adondequiera que estés.




Después, todo sucedió como en el juego de la oca loca, en el que una ficha avanza lentamente, caprichosamente, deslizándose aquí, deteniéndose allá, por un camino zigzagueante dibujado sobre un cartón multicolor, y otra ficha, más atrás, la sigue, marchando ella también a intervalos, hasta que de súbito, y cuando el azar lo dispone, la segunda ficha alcanza a la primera y entonces las dos, la perseguida y la perseguidora, saltan fuera del camino y van a encerrarse juntas en un escaque como en una fortaleza.
La señorita Leonides entró en el Santísimo Sacramento, oyó (ay, distraídamente) misa, volvió a salir, desde el atrio espió los alrededores, no vio a la muchacha de luto (la muchacha de luto estaba dentro del templo, de pie entre dos confesionarios, en un rincón penumbroso), descendió a la calle y tomó por San Martín hacia el Norte.
Atravesar la plaza le acarreó dos disgustos. El primero: aquella pareja. ¿Cómo es posible tener deseos de abrazarse y de besarse en una plaza, a las ocho de la mañana? Pasó frente a ese triste espectáculo haciendo como que no lo veía. Pero oyó. Oyó la risa de la mujer. La señorita Leonides apretó los labios. Arrastrada. Arrastrada. Arrastradarrastradarrastrada.
El segundo disgusto: los muchachones. No hay, en todo el universo de galaxias y nebulosas, nada tan temible como una horda de muchachones. No se sabe cómo se forman, de dónde provienen, pero allí están más unidos que los bulbos de una raíz, enredados en un intrincamiento de palabrotas y ademanes obscenos, adheridos unos a otros hasta formar una sola masa coralígena. Mírenlos. Se saludan a zarpazos. Casi no hablan. Se entienden con risitas, con guiños, con fórmulas en clave. Adoptan un aire sigiloso y taimado como si estuvieran tramando quién sabe qué complot. Y si una mujer pasa junto a ellos, todos la miran, ya torvamente, ya con arrogancia, como si le conocieran algún secreto y la amenazaran con divulgarlo. Pero nunca .son más feroces que cuando están instalados en sus esquinas como en un aduar. Hay que ser mujer y atravesar ese campo minado para saber lo que es el ludibrio y el vejamen del sexo. Créanle a la señorita Leonides.
Y bien; su ojo de lince le descubrió desde lejos el peligro. Una banda de muchachones venía a su encuentro. La señorita Leonides dio media vuelta y se volvió por donde había venido. Tuvo que pasar otra vez frente a la pareja (y la mujer, otra vez, se rió provocativamente. “Me gustaría verte muerta”, pensó la señorita Leonides), tuvo que bajar escalones, subir escalones, caminar varias cuadras de más. Pero todo es preferible.
A las nueve llegó al cementerio. Visitó los tres monumentos iguales, de mármol gris. Leyó, como lo hacía siempre, en una especie de saludo, las inscripciones que ya comenzaban a borrarse. Aquiles Arrufat. † 23 de marzo de 1926. Leonides Liegat de Arrufat. † 23 de marzo de 1926. Robertito Arrufat. † 23 de marzo de 1926.
“Hoy no les he traído flores”, les explicó en voz alta, “porque las que traía me las manchó esa mujerzuela, ustedes saben, esa Natividad”.
Deambuló un rato entre las bóvedas y los panteones. Al doblar un recodo, ino­pinadamente, la vio.
Estaba allí, a pocos metros de distan­cia, como cerrándole el paso. La señorita Leonides se detuvo y las dos se miraron.
Ahora podía observarla mejor. Era de baja estatura, un poco gorda, de gordas piernas cortas. La cabeza, demasiado grande para aquel cuerpo, lo parecía aún más a causa de la profusa cabellera ru­bia que la enmarcaba. El rostro, ancho y de facciones algo toscas, irradiaba ino­cencia y bondad, como el de una campe­sina, y esta semejanza se veía acentuada gracias a una suerte de arrebol, a un curioso abotagamiento que congestiona­ba aquellos rasgos ya de por sí esponja­dos, como si la joven sostuviera un enor­me peso sobre la cabeza. Por lo demás, vestía ropa de calidad. En cambio, no se le veía ninguna alhaja. Ni guantes, ni cartera, ni sombrero. Y eso era todo.
“Vaya”, pensó la señorita Leonides con alivio, “si es una pobre chica inofensiva. Me da la impresión de una extranjera que se ha perdido y quiere preguntarme cómo volver a su casa. Francamente, no sé por qué he hecho tantas historias arri­ba del tranvía”.
Era todo y no era todo. Pues alguien nos ha mirado largamente y ha llorado. No se llora porque sí. Después nos ha se­guido a través de media ciudad, hasta que volvemos a enfrentarnos. Entonces nuevamente nos mira. Ya no derrama lágrimas absurdas. Ahora se queda in­móvil, en una actitud de ofrecimiento y renuncia, de súplica y resignación. Y ce­diéndonos la iniciativa, aguarda dolorosamente qué es lo que haremos. Se nece­sita ser de hierro para rehusarse y pasar de largo. Esa presencia allí es una pre­gunta que es necesario contestar, por sí o por no. Hay que decidirse. Y la señorita Leonides no era de hierro. Era de cera y de manteca. De modo que la señorita Leonides, sin pensarlo más, se decidió.
Quiero decir que se sonrió. Y como si esta sonrisa hubiera abierto de golpe una hendedura en su espíritu, la señorita Leonides se precipitó al vacío e, incapaz de dominar sus movimientos, hizo varios ademanes, como un saludo. Fue suficien­te. Un vertiginoso mecanismo entró en función. Como lanzada por una mano brutal, la muchacha se abalanzó sobre Leonides y la abrazó, se aferró a su cue­llo, apoyó la cabeza en su magro busto de solterona, todo su cuerpo le vibra­ba como si estuvieran flagelándola. Y entretanto, debajo de la mata rubia se oía un llantito, o una risa convulsa, un estertor de animalito enloquecido, una cantilena inarticulada que paulatinamen­te se transformó en una palabra, una so­la, repetida en el tono del más delirante arrobamiento:
—Múa, múa, múa, múa múa.. .
La señorita Leonides parpadeaba de estupor.
Hasta que la cantilena fue extinguién­dose, la enorme mata de pelo rubio se agitó y se separó del pecho de la seño­rita Leonides; debajo, tímidamente, como una bestezuela recelosa, apareció el ros­tro de la muchacha. Con una especie de pánico la señorita Leonides la miró. La miró, y no vio los surcos de seda de las lágrimas, ni la frente que brillaba de sudor, ni la sonrisa espectral, ya dolorosa, ya regocijada que aparecía y desaparecía incesantemente entre los labios, ni la gar­ganta hinchada como un buche de palo­ma. La señorita Leonides vio únicamente los ojos. Así, con esos mismos ojos, la ha­bía mirado Robertito aquel 23 de marzo de 1926. Una piedad inmensa y una in­finita dulzura la poseyeron. Supo que ya no podría evadirse. Había caído en una red. Estaba capturada, enjaulada, vendi­da. Ahora la conducirían a donde su ca­zador lo dispusiese.
La joven la tomó del brazo y ambas salieron del cementerio.
Atravesaron otra vez la ciudad. Cami­naban juntas y abrazadas, como dos íntimas amigas, o como madre e hija. No cruzaron una palabra. La señorita Leonides daba sus enérgicas zancadas de sol­dado y miraba el suelo. Se sentía perpleja, excitada, turbiamente feliz. El sesgo que tomaba su aventura con la joven de luto le producía una especie de embria­guez. ¿Qué iría a ocurrirle? Pero no que­ría hacer conjeturas. Sucediera lo que su­cediere, ella estaba pronta. Pues a menu­do, enferma de soledad, había soñado que en este poblado mundo había alguien que conocía su existencia, que necesitaba de ella, que la esperaba y la buscaba, y que alguna vez la encontraría y se la lle­varía consigo. Y ahora esa loca fantasía dejaba de serlo. Pero no hay que inter­ferir en la delicadísima mecánica de la magia con un pedido de explicaciones. Hay que someterse y dejarse gobernar. La señorita Leonides no se atrevía ni a echarle a la joven una miradita de sosla­yo por temor de que el sortilegio se que­brase.
Pero el sortilegio no se quebraba, el sueño proseguía, la muñequita rubia y regordeta continuaba trotando a su lado; sentía, bajo el suyo, su brazo rollizo, in­cesantemente sacudido por ramalazos eléctricos. Y ella avanzaba, avanzaba. ¿Hacia dónde? No lo sabía, no quería sa­berlo.
Así llegaron a la calle Suipacha. Llega­ron a ese tramo de Suipacha que va des­de la Diagonal Norte hasta la Avenida de Mayo y donde no se ven sino tiendas, tien­das y tiendas, y mujeres que husmean los escaparates de las tiendas.
Hay allí, a la sombra de los grandes edificios modernos, una antigua casona en la que nadie repara. Lleva (o llevaba hasta hace poco tiempo) el número 78. Tiene dos ventanas enrejadas en la planta baja, tiene una puerta de doble hoja: con dos fúnebres llamadores de bronce; tiene en el piso alto un largo balcón sale­dizo y no tiene más, como no sea una enorme grieta que la cruza como una fa­tídica cicatriz o como el dibujo de un rayo en una cándida acuarela. A su iz­quierda una tienda, a su derecha otra tienda, enfrente el muro de San Miguel Arcángel, la casona hace todo lo posible para pasar inadvertida, como si la aver­gonzasen su fea facha y su vetustez. No hace falta, nadie se fija en ella. Se la sal­tean como a un terreno baldío. Si la mi­ran, en seguida la olvidan. Acaso alguna pareja de novios, durante la noche, se acoge a su amparo, pero es para besarse, no para ocuparse de arquitectura. De modo que la casona está allí y es como si no estuviera; está allí por omisión, como si por una fisura entre los dos edificios que la flanquean hubiese salido a la su­perficie una excrecencia, un escombro de la ciudad colonial, la que ahora yace se­pulta bajo los rascacielos y las torres. A la tienda de la derecha y a la tienda de la izquierda les bastaría aproximarse un poco más la una a la otra, y como una tenaza extirparían ese grano.
La señorita Leonides, que marchaba raudamente por Suipacha, se quedó boquiabierta cuando la joven se detuvo fren­te a aquella reliquia. La vio extraer del bolsillo de su abrigo una llave, abrir tra­bajosamente la puerta (cuyos llamadores la amedrentaron como dos perros que se hubieran puesto a ladrar) y luego hacer­se a un lado para que ella entre. Pero la señorita Leonides no se decidía.
—¿Quién hay, quién hay ahí dentro?— preguntó, mientras espiaba el interior de la casona, envuelto en vagas oscurida­des.
La joven sacudió repetidamente la ca­bezota.
—Nadie, nadie— dijo, y la cara se le puso repentinamente sombría, y miró a la señorita Leonides con angustia.
Entonces, con el corazón palpitante, la señorita Leonides Arrufat penetró en la casa de la calle Suipacha 78.


Un olor a humedad, a encierro, a medi­camentos, a podredumbre, y a muerte, un olor que era la suma y el producto de to­dos los malos olores de este mundo, fue lo primero que le salió al encuentro, arrui­nándole la emoción que experimentaba. Hubiera preferido retroceder. Hubiera querido, al menos, llevarse el pañuelo a la nariz. Pero la joven ya la había tomado de una mano y la arrastraba hacia el fon­do de aquel abismo fétido.
Atravesaron varias habitaciones en pe­numbra y atiborradas de muebles. Llega­ron a un estrecho vestíbulo, iluminado por la luz de tormenta que se filtraba a través de una remota claraboya. Escalaron una negra escalera de madera, que rechinó y crujió bajo sus pies. Llegaron a otro ves­tíbulo aún más pequeño. Recorrieron un pasillo. Atravesaron una antecámara. Se detuvieron frente a una puerta. La mu­chacha abrió esa puerta y la señorita Leonides se encontró dentro de un lujoso dor­mitorio.
En los primeros instantes no vio sino la formidable cama matrimonial, cubierta con una colcha de raso blanco; el vasto ropero de tres cuerpos y espejo de luna; un abigarramiento de mesitas y poltro­nas, y allá, al fondo, la gran puerta ven­tana velada por un store de macramé. De­trás del store distinguió la mañana, y en la mañana, la silueta ocre de San Miguel, y esa imagen, entrevista desde una pers­pectiva para ella tan insólita, sin saber por qué la alarmó. Bruscamente todo le pareció tan absurdo que no supo cómo continuar.
Dio unos pasos por la habitación. Sen­tía a sus espaldas los ojos de la joven. La oía respirar entrecortadamente. Hasta se le antojaba percibir otra vez aquel ester­tor, aquel gemidito. Estaba azorada. La habían arrastrado, se había dejado arras­trar, hasta un escenario, y ahora espera­ban que representase un papel. ¿Qué pa­pel? Lo ignoraba. Y la joven, ahí, como un telón que se levanta, como un timbre que suena, como una mano tendida.
Buscando cómo colmar ese vacío em­barazoso, la señorita Leonides hizo una cosa de lo más cómica. Se puso a exami­nar con denodado interés las fotografías que decoraban las paredes del dormitorio. Se miró con un hombre rubicundo y de grandes bigotes, con desvaídas señoras que ostentaban sombreros muy semejan­tes al suyo, otra vez con el hombre de los bigotes, con recién nacidos vestidos y des­nudos, nuevamente con el hombre de los bigotes. De pronto tuvo un sobresalto. Una mujer que se le parecía extraordi­nariamente, que se le parecía vagamente, que tenía con ella un admirable o, no sa­bía bien, un borroso parecido, la contem­plaba desde una de las fotografías. De pie a su lado, una niña idéntica a la jo­ven de luto apoyaba la cabeza en el hom­bro de la sosías de Leonides Arrufat, y ambas, a través del objetivo de la cámara fotográfica, la miraban fijamente, con unos ojos cautelosos y pertinaces.
La señorita Leonides estaba tan estu­pefacta que no pudo evitar volverse maquinalmente en dirección de la joven. Es­ta, evidentemente, esperaba ese gesto. Y lo esperaba como una fogosa invitación a dar rienda suelta, otra vez, a sus demos­traciones de cariño. Porque, aproximán­dose a la carrera, se le colgó del brazo, acomodó la cabeza sobre su hombro, co­pió fielmente la actitud de la niña de la fotografía y nuevamente repitió aquella extraña palabreja:
—Múa, múa, múa. . .
Durante unos minutos las cuatro mu­jeres se estudiaron.
“Evidentemente”, reflexionaba la seño­rita Leonides mirando a su doble, “evi­dentemente posee algunos de mis rasgos. Lástima ese peinado con la raya al medio. ¡La hace tan anticuada!”.
(¿Comprenden? Una mujer que parecía escapada de un álbum de fotografías del año 1920 contemplaba la fotografía de una mujer que parecía escapada del año 1920 y la hallaba anticuada. Y está bien. Porque, de lo contrario, no habría en este mundo ni jueces ni críticos).
“En cambio”, seguía pensando la señorita Leonides, “la chica salió tal cual”.
(Tal cual, menos el abotagamiento de la cara).
“De modo que aquí está la clave”, dedujo la señorita Leonides. “Me ha toma­do por esa mujer, que seguramente es su madre y que seguramente acaba de morir. Vaya, así todo queda aclarado.”
La vulgaridad de esa explicación la de­fraudó. Había esperado otra cosa, menos fácil, más enrevesada. Y ahora, ¿qué res­taba por hacer? Decirle: “Hija mía, yo no soy lo que usted imagina. Así que, por favor, déjeme ir”, e irse.
Se libró del brazo de la joven, dio unos pasos oblicuos, unos pasos en varias di­recciones al mismo tiempo, como quien busca una salida, y como quien no la encuentra se detuvo y apoyó una mano sobre un mueble. Inesperadamente se vio reflejada en el espejo de luna. Una mezcla de miedo y de rabia la acometió. Y volviéndose hacia la joven prorrumpió en un torrente de palabras que no podía contener:
—¿Y bien? ¿Y bien? ¿Qué esperas? ¿Qué quieres de mí? ¿No haces nada? ¿No dices nada? ¿Te has vuelto muda?
Se mordió los labios. ¿Por qué había hablado así? ¿Y de dónde sacaba esa voz áspera y dura, como si estuviese enfadada? Pero si no estaba enfadada. No, al contrario. Su estallido era, todo lo más, un pedido de socorro. Cuando no se encuentra la salida, se grita y se da un puñetazo. Por otra parte, ¡se había visto tan ridícula en el espejo, tan desgarbada y grotesca entre los lujos del dormitorio! ¿Y ahora? Sin duda ahora la muchacha rompería a llorar.
Y no, no. Paradójicamente, la mucha­cha no sólo no rompió a llorar, sino que emitió una risita aguda y barboteó:
—Desayuno, desayuno.
Hizo un ademán como pidiéndole a la señorita Leonides que esperase, y salió precipitadamente.
De pie en el centro de aquella amplia habitación, la señorita Leonides pesta­ñeaba. ¿Había oído bien? ¿La muchacha había dicho: desayuno, desayuno? Vaya, se quedaría un rato más, a ver qué signi­ficaban aquellas palabras y el ademán protector. Sí, ¿por qué no? Después de todo, no estaba cometiendo ninguna mala acción. Si alguien, digamos un parien­te, un amigo, aparecía, ¿qué podía repro­charle? Nada. Desayuno, desayuno. Vaya, esperemos.
Y penetrada de un súbito bienestar, la señorita Leonides se envainó en un exac­to sillón de terciopelo índigo. Pero no, hay que aprovechar mejor el instante en que nos dejan solos. Se puso de pie, se asomó fugazmente al balcón, volvió adentro, ho­jeó varios libros apilados sobre una especie de pupitre (libros de poesía, algunos en un idioma extranjero, todos signados en la primera página por una firma pro­lija: Jan Engelhard y una rúbrica como la cola de un cometa y tres puntos como tres estrellas), abrió el ropero (mil vesti­dos de mujer), abrió una puertecita ocul­ta tras un biombo (la puertecita daba a un cuarto de baño inmenso como una piscina romana) y la cerró inmediata­mente, como si hubiera sorprendido allí a un hombre haciendo sus necesidades; admiró una chimenea de piedra (con sus morillos cargados de leña, lista para ser encendida), un reloj de péndulo (las diez y quince, ya), innumerables estatuillas de marfil, de jade, de raras sustancias tor­nasoladas, y estaba acariciando el cober­tor de raso cuando la joven reapareció.
La señorita Leonides enderezó instan­táneamente la espalda y, como si la hu­biesen pillado en falta, se ruborizó. (Ton­ta. Como que, para la joven, ella estaba en su propia casa y en su propio dormi­torio). Pero el espectáculo que presenció en seguida le hizo olvidar sus rubores, el cobertor de raso, las estatuillas, el reloj que marcaba las diez y quince, el baño del emperador Caracalla, los mil vestidos de mujer, los libros, Suipacha, el aposen­to, la casona, el mundo, todo. Porque la joven había entrado sosteniendo con am­bas manos una gigantesca bandeja. Y sobre esta bandeja de elevaba, en plata y porcelana, el más excelso servicio de desayuno que alguien que esté en su sano juicio pueda imaginar. La joven depositó aquel monumento sobre una mesita, acercó una silla y luego se volvió hacia la señorita Leonides, como invitándola a aproximarse.
La señorita Leonides de repente vio todo turbio. Los ojos se le nublaron. Un hambre caníbal se le despertaba rabiosamente en el fondo de las vísceras. El estómago, los pulmones, el corazón, la cabeza, todas sus entrañas se sensibilizaban, el mismo escorpión las roía todas. Sin quitarse el sombrero, tambaleante, se acercó a la mesita y se sentó.
Las manos le temblequeaban. Tuvo una última vacilación. Miró a la joven. Pero la joven, de pie a su lado, tenía el aire respetuoso de una criada de confianza que asiste a su patrona. Entonces la señorita Leonides no espero más, el hambre era más fuerte que la buena educación, que la vergüenza y el disimulo. Como a un dios hindú, diez brazos le brotaron a derecha y a izquierda, y con esos tentáculos ondulando todos a un tiempo cayó sobre la bandeja. Durante largo rato su conciencia desapareció. Una Leonides Arrufat astral manipuló cucharitas que se sumergían en jaleas rosáceas, en traslúcidas mermeladas, en perfumado té con leche, y que luego ascendían radiosamente hasta su boca; maniobró con cuchillos cargados, como diminutas grúas, de dul­ce y de manteca; trituró tostadas que le llenaban el cráneo de ruido, medialunas tiernas como tiernos pollos deshuesados, trozos de una torta que se desleía sobre la lengua y derramaba los más sorprendentes, los más imprevistos, los más exquisi­tos sabores. A ratos levantaba hacia la joven unos ojos sin pensamientos, unos ojos de mica, la joven le sonreía, ella le devolvía maquinalmente la sonrisa, y seguía devorando.
Hasta que todo el monumento quedó reducido a ruinas. Entonces la señorita Leonides se juntó otra vez con su espíri­tu, se recostó en la silla, dio un magistral suspiro que a mitad de camino se le metamorfoseó en un eructo, miró tímida­mente a la joven, murmuró, como excu­sándose:
—Delicioso. Muchas gracias.
Y experimentó una repentina simpatía por aquella joven.
La muchacha, cada vez más parecida a una honesta sirvienta polaca o alemana, tomó la bandeja con los modos tranquilos de quien repite un acto cotidiano y se la llevó. La señorita Leonides se puso de pie, se quitó el sombrero, se quitó el abrigo, se aflojó el cinturón, y fue a instalarse en la poltrona de terciopelo. (Al pasar cruzó una miradita con la Leonides del espejo de luna, las dos se encogieron de hombros, lanzaron una breve risa y puestas de acuerdo, se separaron). La señorita Leonides se sentía súbitamente optimista y no sabía por qué. Olas de abnegación y de bondad le trepaban por el cuerpo. Te­nía ganas de conversar. De conversar con la muchacha, con alguien, con cualquiera. El mundo es hermoso. La gente es simpática. Hay que vivir. Así son de profundos los efectos de un tremendo desayuno.
Cuando la chica volvió, la señorita Leonides, balanceando una pierna y pasándose la lengua por los dientes, le pre­guntó:
—Querida, ¿de veras estamos solas?
La muñequita dijo que sí con toda su cabezota.
—Y ese desayuno, ¿lo preparaste tú?
Otra vez la cabezota se sacudió como la de una marioneta.
— ¿Sin la ayuda de nadie?
Una sonrisita socarrona afloró entre los labios pulposos.
—¿No se acuerda? ¿No se acuerda, ma­má?— farfulló con una voz de algodón, como si hablase con la boca llena— ¿No se acuerda?
—¿No me acuerdo de qué, querida?
—Despedimos a Rosa y a Amparo. ¿No se acuerda, no se acuerda?
—Ah, si. Pero abajo, ¿hay alguien más?
—Nadie, nadie.
Pero la señorita Leonides procuraba asegurarse.
—Y después, digamos esta tarde, o ma­ñana, u otro día, ¿quién vendrá? ¿Ten­drás visitas?
—Nadie, nadie.
Está bien, nadie. Por lo visto, aquella desdichada no tenía familiares ni amigos, vivía sola en la vasta mansión, estaba so­la en el mundo. La señorita Leonides se sintió íntimamente complacida.
—Querida —dijo en un tono insinuan­te—, ¿te gustaría que me quedase aquí, a vivir contigo?
En seguida se arrepintió. Había dado un paso en falso. Por toda respuesta, la mu­chacha se puso de hinojos frente a la se­ñorita Leonides, le cogió ambas manos, la miró de hito en hito, una expresión de horrible congoja se le pintó en el ros­tro llameante, y como al mismo tiempo la odiosa sonrisita socarrona empezó a titi­larle otra vez entre los labios, esa fisono­mía siniestramente dual aterrorizó al ído­lo así exhortado a la benevolencia.
—Si tú quieres —tartamudeaba la se­ñorita Leonides—, si tú quieres me quedaré... me quedaré todo el tiempo que... Y como la figura arrodillada seguía es­crutándola catatónicamente, gritó:
—¡Para siempre, para siempre, me que­daré para siempre!
Entonces la joven estalló en una espe­cie de frenética contorsión. La congoja se le borró de los ojos, la pérfida sonrisita hirvió, se corrió hasta las comisuras de los labios, reventó como un burbujeo pa­lúdico. La señorita Leonides se vio abra­zada, estrujada, besada. Un repulsivo hi­po repiqueteó junto a su boca. Dos manos húmedas le acariciaron el pelo. La seño­rita Leonides no podía tolerar que nadie le tocase el pelo. Se debatió bajo aquellas repugnantes caricias. En un impulso irre­primible le asestó a la muchacha un bo­fetón y gritó:
—¡Déjeme! ¡Déjeme! Instantáneamente la joven se echó ha­cia atrás, dejó caer las manos, se puso muy pálida, muy blanca (y así, blanco, su rostro semejó la réplica, en pálido már­mol, del otro rostro, rojo y dorado, de cam­pesina), las pupilas le temblaron, pero el espectro de su extraviada sonrisa siguió dándole detrás de los labios.
La señorita Leonides no estaba menos pálida. ¿Qué había hecho? ¿Por qué ha­bía cedido a esa crisis de histerismo? ¿Así le retribuía a aquella pobre criatura inocente su desayuno y su devoción? ¿Eran más importantes, por lo visto, sus peque­ñas manías con el pelo? Pobre chiquita, pobre muñequita. Y cuando vio que en la mejilla de la joven comenzaba a dibujarse la señal del golpe, se sintió al borde del llanto. Pobre muñequita, pobre loquita.
—Discúlpeme —murmuró, y le tendió una mano contrita que imploraba perdón.
(Sí, perdón, perdón. Pero, ¿no había forma de que se dejara de sonreír?)
La joven tomó esa mano venosa y des­carnada, se la llevó a la mejilla, la man­tuvo allí como si fuese una compresa (la cara le ardía. “¿Tendrá fiebre, estará en­ferma?”, pensó la señorita Leonides), en seguida los colores le volvieron, la cobar­de agua temblorosa se le desvaneció en los ojos. Fue otra vez la aldeana que vie­ne, con un pesado canasto sobre la cabe­za, de vendimiar todo un día a pleno sol.
Después se sentó en el suelo, a los pies de la señorita Leonides. Así, inmóviles y silenciosas, ambas permanecieron un lar­go rato, mientras perseguían con perezo­sa mirada el abejorro de la cavilación y del ensueño.
A ratos la señorita Leonides se volvía a mirar a hurtadillas la gran cama matri­monial. Esa cama la hechizaba, la imantaba. Qué delicioso debía de ser acostarse allí, no para dormir, sino para estarse horas y horas descansando, leyendo o to­mando té. Muchas veces, en su casa, ha­bía proyectado quedarse varios días en cama. Porque si, porque al levantarse se había dicho: ¿para qué levantarme?, ¿pa­ra qué repetir esta rutina inútil?, ¿para qué? Pero en su casa ese programa no te­nía nada de seductor. Mirar las manchas de humedad de las paredes, imaginar que son monstruosos órganos enfermos, sol­fear con los rosetones del cielo raso, pen­sar: “Dentro de diez minutos me moriré, dentro de cinco minutos, dentro de un minuto, ahora”, gritar y volver a empe­zar. En cambio, aquí era distinto.
Hasta que la señorita Leonides ya no aguantó más. Se levantó, se acercó al le­cho, se puso a mirarlo fijamente como si estuviera observando a una persona acos­tada en él. En seguida sintió que dos ma­nos de fuego se posaban sobre sus hom­bros y comenzaban a desvestirla. Un mi­nuto después flotaba en el seno de aquel vasto lecho como en una agua limpia, bra­ceaba entre sábanas de hilo bordado, ha­cía reposar la cabeza en una almohada de plumas, tibios cobertores la abrigaban co­mo un fino edredón de arena. Y todavía una muchacha se inclinaba y la besaba en la frente y luego iba a encender un espléndido fuego.
La señorita Leonides cerró los ojos, Lágrimas de felicidad se agolparon bajo sus párpados. Mil yemas heladas se le desen­tumecían en los hondores del espíritu y se abrían como corolas. Viejos mecanis­mos paralizados se desoxidaban, volvían a ponerse en movimiento, giraban. Se sen­tía navegar en el vórtice de mil corrientes encontradas pero todas igualmente delei­tosas. Dios mío, por fin estaba a cubierto de la soledad, de la pobreza, de las muje­res que se abrazan en los paseos públicos, de las hordas de muchachones y de Nativi­dad González. Que nadie viniera a arran­carla de aquel paraíso. Que le permitiesen permanecer en él cuanto menos un día, si­quiera unas horas. Y como reivindicándolo para sí, acariciaba con pies y manos el in­menso lecho de una emperatriz.
Ese primer día transcurrió rápidamen­te, despachado y como sableado por las sorpresas, las novedades, la constante ten­sión. De todos modos, la señorita Leonides no lo pasó mal. La chica le preparó un almuerzo que multiplicaba por diez el desayuno; luego le sirvió una copita de una bebida fortísima, que le desolló la gar­ganta y la hizo reír durante un buen rato (la joven, aunque no probó el licor, la acompañó en las carcajadas); luego la señorita Leonides charló hasta por los co­dos, sin importársele un bledo si la chica la escuchaba o no, porque ella hablaba para desengarabitarse le lengua, no para ser oída por una pobre loca; luego vino la tarde y la señorita Leonides, por no des­preciar, engulló una copiosa merienda; luego la joven se sentó frente al pupitre con libros (que resultó ser una especie de arcaico piano) y le arrancó unos tinti­neos de cajita de música que emociona­ron terriblemente a la señorita Leonides; luego todos los sonidos se apagaron, llegó la noche, la muchacha encendió una lám­para que pintó de rosa el dormitorio; lue­go la señorita Leonides quiso asomarse un momentito al balcón y ver desde allí arriba cómo era Suipacha de noche; lue­go cenó; luego la joven leyó en voz alta (y haciendo ademanes) un poema en el que alguien invocaba a cada rato a un tal Anabel Anabelí; luego, arrullada por aquella letanía, la señorita Leonides se durmió.
No comprendía cómo, si la ventana es­taba siempre a su izquierda, ahora la veía a la derecha. ¿Y qué diablos era ese re­flejo rojizo que reverberaba como un ca­rey en el sitio de la cómoda? Se incorporó bañada en sudor. Debieron pasar varios minutos antes que se diese cuenta de que no se encontraba en su casa, sino en la casa de la calle Suipacha 78. La aventura que estaba viviendo se le antojó, de pronto, una disparatada pesadilla, un sueño que ahora, al despertarse, volvía a soñar. Sus manos tantearon en el aire. Dio con la lámpara y la encendió. Estaba sola. Una última brasa ardía en la chimenea. El reloj marcaba las tres.
Como una sonámbula se levantó y sa­lió del dormitorio. Abajo brillaba, lejaní­sima, una luz. Entrevió la escalera, la des­cendió en medio de sordos rechinamien­tos, llegó al vestíbulo. Caminó con los ojos fijos en aquella luz remota. No era ella la que se movía, sino la luz la que avanzaba a su encuentro. Bajo las plantas de los pies sintió alfombras, pisos de madera, mosaicos. Un objeto puntiagudo la gol­peó en la pantorrilla. Otro, tenue como una telaraña, le rozó la frente. La luz se aproximaba, se dilataba, se convertía en el vano de una puerta iluminada. Detrás de la puerta se oían ruido de vajilla y la voz de una mujer que barboteaba pala­bras ininteligibles. La señorita Leonides se detuvo y esperó. El corazón le latía con fuerza. Luego, sigilosamente, dio unos pasos y se colocó de modo que pudiera observar el interior de la habitación donde resonaba aquella charla. Vio que era una amplia cocina, y que por esa cocina iba y venía, cubierta con un delantal y con el pelo cayéndole sobre los ojos, la enigmática muchacha de luto. ¿Qué hacía allí a esas horas? ¿No dormía? ¿Y con quién hablaba? ¿En qué idioma hablaba? Y esa voz voluble, modulada, llena de ma­tices, como la de una actriz, ¿era la su­ya? La señorita Leonides permaneció un rato observándola. Parecía atareadísima. Acomodaba pilas de platos, abría y cerra­ba las puertas de un armario, fregaba ca­cerolas, se sentaba a una mesa de már­mol y escribía, con un lápiz cuya punta mojaba en la lengua, en un cuaderno de tapas de hule. Y todo esto sin cesar en su bárbara jerigonza. Como no hacía pau­sas, como nadie le respondía, la señorita Leonides comprendió que la joven habla­ba sola.
La señorita Leonides se estremeció. Quiso volver por donde había venido, pe­ro ahora no había ninguna luz que la orientase. Caminó en cualquier dirección, tropezó con una pared, unos muebles le bloquearon el paso, no sabía dónde se ha­llaba, se había perdido, gritó.
Se oyó una corridita, dos manos se apo­deraron de las suyas, una voz le murmu­ró al oído:
—Venga, mamá, venga.
La joven la guiaba lentamente a través de aquel laberinto tenebroso; la tranqui­lizaba con una suerte de zureo, como a un niño; le apretaba con fuerza la mano.
La señorita Leonides gemía y se dejaba conducir.

A dónde va el tiempo?

About this blog

"Esta noche está en nuestras manos decir alguna verdad que ya, que ya mentimos a diario"

Habitués