Angelic Fruitcake

...La verdad tiene estructura de ficción.

Después, todo sucedió como en el juego de la oca loca, en el que una ficha avanza lentamente, caprichosamente, deslizándose aquí, deteniéndose allá, por un camino zigzagueante dibujado sobre un cartón multicolor, y otra ficha, más atrás, la sigue, marchando ella también a intervalos, hasta que de súbito, y cuando el azar lo dispone, la segunda ficha alcanza a la primera y entonces las dos, la perseguida y la perseguidora, saltan fuera del camino y van a encerrarse juntas en un escaque como en una fortaleza.
La señorita Leonides entró en el Santísimo Sacramento, oyó (ay, distraídamente) misa, volvió a salir, desde el atrio espió los alrededores, no vio a la muchacha de luto (la muchacha de luto estaba dentro del templo, de pie entre dos confesionarios, en un rincón penumbroso), descendió a la calle y tomó por San Martín hacia el Norte.
Atravesar la plaza le acarreó dos disgustos. El primero: aquella pareja. ¿Cómo es posible tener deseos de abrazarse y de besarse en una plaza, a las ocho de la mañana? Pasó frente a ese triste espectáculo haciendo como que no lo veía. Pero oyó. Oyó la risa de la mujer. La señorita Leonides apretó los labios. Arrastrada. Arrastrada. Arrastradarrastradarrastrada.
El segundo disgusto: los muchachones. No hay, en todo el universo de galaxias y nebulosas, nada tan temible como una horda de muchachones. No se sabe cómo se forman, de dónde provienen, pero allí están más unidos que los bulbos de una raíz, enredados en un intrincamiento de palabrotas y ademanes obscenos, adheridos unos a otros hasta formar una sola masa coralígena. Mírenlos. Se saludan a zarpazos. Casi no hablan. Se entienden con risitas, con guiños, con fórmulas en clave. Adoptan un aire sigiloso y taimado como si estuvieran tramando quién sabe qué complot. Y si una mujer pasa junto a ellos, todos la miran, ya torvamente, ya con arrogancia, como si le conocieran algún secreto y la amenazaran con divulgarlo. Pero nunca .son más feroces que cuando están instalados en sus esquinas como en un aduar. Hay que ser mujer y atravesar ese campo minado para saber lo que es el ludibrio y el vejamen del sexo. Créanle a la señorita Leonides.
Y bien; su ojo de lince le descubrió desde lejos el peligro. Una banda de muchachones venía a su encuentro. La señorita Leonides dio media vuelta y se volvió por donde había venido. Tuvo que pasar otra vez frente a la pareja (y la mujer, otra vez, se rió provocativamente. “Me gustaría verte muerta”, pensó la señorita Leonides), tuvo que bajar escalones, subir escalones, caminar varias cuadras de más. Pero todo es preferible.
A las nueve llegó al cementerio. Visitó los tres monumentos iguales, de mármol gris. Leyó, como lo hacía siempre, en una especie de saludo, las inscripciones que ya comenzaban a borrarse. Aquiles Arrufat. † 23 de marzo de 1926. Leonides Liegat de Arrufat. † 23 de marzo de 1926. Robertito Arrufat. † 23 de marzo de 1926.
“Hoy no les he traído flores”, les explicó en voz alta, “porque las que traía me las manchó esa mujerzuela, ustedes saben, esa Natividad”.
Deambuló un rato entre las bóvedas y los panteones. Al doblar un recodo, ino­pinadamente, la vio.
Estaba allí, a pocos metros de distan­cia, como cerrándole el paso. La señorita Leonides se detuvo y las dos se miraron.
Ahora podía observarla mejor. Era de baja estatura, un poco gorda, de gordas piernas cortas. La cabeza, demasiado grande para aquel cuerpo, lo parecía aún más a causa de la profusa cabellera ru­bia que la enmarcaba. El rostro, ancho y de facciones algo toscas, irradiaba ino­cencia y bondad, como el de una campe­sina, y esta semejanza se veía acentuada gracias a una suerte de arrebol, a un curioso abotagamiento que congestiona­ba aquellos rasgos ya de por sí esponja­dos, como si la joven sostuviera un enor­me peso sobre la cabeza. Por lo demás, vestía ropa de calidad. En cambio, no se le veía ninguna alhaja. Ni guantes, ni cartera, ni sombrero. Y eso era todo.
“Vaya”, pensó la señorita Leonides con alivio, “si es una pobre chica inofensiva. Me da la impresión de una extranjera que se ha perdido y quiere preguntarme cómo volver a su casa. Francamente, no sé por qué he hecho tantas historias arri­ba del tranvía”.
Era todo y no era todo. Pues alguien nos ha mirado largamente y ha llorado. No se llora porque sí. Después nos ha se­guido a través de media ciudad, hasta que volvemos a enfrentarnos. Entonces nuevamente nos mira. Ya no derrama lágrimas absurdas. Ahora se queda in­móvil, en una actitud de ofrecimiento y renuncia, de súplica y resignación. Y ce­diéndonos la iniciativa, aguarda dolorosamente qué es lo que haremos. Se nece­sita ser de hierro para rehusarse y pasar de largo. Esa presencia allí es una pre­gunta que es necesario contestar, por sí o por no. Hay que decidirse. Y la señorita Leonides no era de hierro. Era de cera y de manteca. De modo que la señorita Leonides, sin pensarlo más, se decidió.
Quiero decir que se sonrió. Y como si esta sonrisa hubiera abierto de golpe una hendedura en su espíritu, la señorita Leonides se precipitó al vacío e, incapaz de dominar sus movimientos, hizo varios ademanes, como un saludo. Fue suficien­te. Un vertiginoso mecanismo entró en función. Como lanzada por una mano brutal, la muchacha se abalanzó sobre Leonides y la abrazó, se aferró a su cue­llo, apoyó la cabeza en su magro busto de solterona, todo su cuerpo le vibra­ba como si estuvieran flagelándola. Y entretanto, debajo de la mata rubia se oía un llantito, o una risa convulsa, un estertor de animalito enloquecido, una cantilena inarticulada que paulatinamen­te se transformó en una palabra, una so­la, repetida en el tono del más delirante arrobamiento:
—Múa, múa, múa, múa múa.. .
La señorita Leonides parpadeaba de estupor.
Hasta que la cantilena fue extinguién­dose, la enorme mata de pelo rubio se agitó y se separó del pecho de la seño­rita Leonides; debajo, tímidamente, como una bestezuela recelosa, apareció el ros­tro de la muchacha. Con una especie de pánico la señorita Leonides la miró. La miró, y no vio los surcos de seda de las lágrimas, ni la frente que brillaba de sudor, ni la sonrisa espectral, ya dolorosa, ya regocijada que aparecía y desaparecía incesantemente entre los labios, ni la gar­ganta hinchada como un buche de palo­ma. La señorita Leonides vio únicamente los ojos. Así, con esos mismos ojos, la ha­bía mirado Robertito aquel 23 de marzo de 1926. Una piedad inmensa y una in­finita dulzura la poseyeron. Supo que ya no podría evadirse. Había caído en una red. Estaba capturada, enjaulada, vendi­da. Ahora la conducirían a donde su ca­zador lo dispusiese.
La joven la tomó del brazo y ambas salieron del cementerio.
Atravesaron otra vez la ciudad. Cami­naban juntas y abrazadas, como dos íntimas amigas, o como madre e hija. No cruzaron una palabra. La señorita Leonides daba sus enérgicas zancadas de sol­dado y miraba el suelo. Se sentía perpleja, excitada, turbiamente feliz. El sesgo que tomaba su aventura con la joven de luto le producía una especie de embria­guez. ¿Qué iría a ocurrirle? Pero no que­ría hacer conjeturas. Sucediera lo que su­cediere, ella estaba pronta. Pues a menu­do, enferma de soledad, había soñado que en este poblado mundo había alguien que conocía su existencia, que necesitaba de ella, que la esperaba y la buscaba, y que alguna vez la encontraría y se la lle­varía consigo. Y ahora esa loca fantasía dejaba de serlo. Pero no hay que inter­ferir en la delicadísima mecánica de la magia con un pedido de explicaciones. Hay que someterse y dejarse gobernar. La señorita Leonides no se atrevía ni a echarle a la joven una miradita de sosla­yo por temor de que el sortilegio se que­brase.
Pero el sortilegio no se quebraba, el sueño proseguía, la muñequita rubia y regordeta continuaba trotando a su lado; sentía, bajo el suyo, su brazo rollizo, in­cesantemente sacudido por ramalazos eléctricos. Y ella avanzaba, avanzaba. ¿Hacia dónde? No lo sabía, no quería sa­berlo.
Así llegaron a la calle Suipacha. Llega­ron a ese tramo de Suipacha que va des­de la Diagonal Norte hasta la Avenida de Mayo y donde no se ven sino tiendas, tien­das y tiendas, y mujeres que husmean los escaparates de las tiendas.
Hay allí, a la sombra de los grandes edificios modernos, una antigua casona en la que nadie repara. Lleva (o llevaba hasta hace poco tiempo) el número 78. Tiene dos ventanas enrejadas en la planta baja, tiene una puerta de doble hoja: con dos fúnebres llamadores de bronce; tiene en el piso alto un largo balcón sale­dizo y no tiene más, como no sea una enorme grieta que la cruza como una fa­tídica cicatriz o como el dibujo de un rayo en una cándida acuarela. A su iz­quierda una tienda, a su derecha otra tienda, enfrente el muro de San Miguel Arcángel, la casona hace todo lo posible para pasar inadvertida, como si la aver­gonzasen su fea facha y su vetustez. No hace falta, nadie se fija en ella. Se la sal­tean como a un terreno baldío. Si la mi­ran, en seguida la olvidan. Acaso alguna pareja de novios, durante la noche, se acoge a su amparo, pero es para besarse, no para ocuparse de arquitectura. De modo que la casona está allí y es como si no estuviera; está allí por omisión, como si por una fisura entre los dos edificios que la flanquean hubiese salido a la su­perficie una excrecencia, un escombro de la ciudad colonial, la que ahora yace se­pulta bajo los rascacielos y las torres. A la tienda de la derecha y a la tienda de la izquierda les bastaría aproximarse un poco más la una a la otra, y como una tenaza extirparían ese grano.
La señorita Leonides, que marchaba raudamente por Suipacha, se quedó boquiabierta cuando la joven se detuvo fren­te a aquella reliquia. La vio extraer del bolsillo de su abrigo una llave, abrir tra­bajosamente la puerta (cuyos llamadores la amedrentaron como dos perros que se hubieran puesto a ladrar) y luego hacer­se a un lado para que ella entre. Pero la señorita Leonides no se decidía.
—¿Quién hay, quién hay ahí dentro?— preguntó, mientras espiaba el interior de la casona, envuelto en vagas oscurida­des.
La joven sacudió repetidamente la ca­bezota.
—Nadie, nadie— dijo, y la cara se le puso repentinamente sombría, y miró a la señorita Leonides con angustia.
Entonces, con el corazón palpitante, la señorita Leonides Arrufat penetró en la casa de la calle Suipacha 78.


Un olor a humedad, a encierro, a medi­camentos, a podredumbre, y a muerte, un olor que era la suma y el producto de to­dos los malos olores de este mundo, fue lo primero que le salió al encuentro, arrui­nándole la emoción que experimentaba. Hubiera preferido retroceder. Hubiera querido, al menos, llevarse el pañuelo a la nariz. Pero la joven ya la había tomado de una mano y la arrastraba hacia el fon­do de aquel abismo fétido.
Atravesaron varias habitaciones en pe­numbra y atiborradas de muebles. Llega­ron a un estrecho vestíbulo, iluminado por la luz de tormenta que se filtraba a través de una remota claraboya. Escalaron una negra escalera de madera, que rechinó y crujió bajo sus pies. Llegaron a otro ves­tíbulo aún más pequeño. Recorrieron un pasillo. Atravesaron una antecámara. Se detuvieron frente a una puerta. La mu­chacha abrió esa puerta y la señorita Leonides se encontró dentro de un lujoso dor­mitorio.
En los primeros instantes no vio sino la formidable cama matrimonial, cubierta con una colcha de raso blanco; el vasto ropero de tres cuerpos y espejo de luna; un abigarramiento de mesitas y poltro­nas, y allá, al fondo, la gran puerta ven­tana velada por un store de macramé. De­trás del store distinguió la mañana, y en la mañana, la silueta ocre de San Miguel, y esa imagen, entrevista desde una pers­pectiva para ella tan insólita, sin saber por qué la alarmó. Bruscamente todo le pareció tan absurdo que no supo cómo continuar.
Dio unos pasos por la habitación. Sen­tía a sus espaldas los ojos de la joven. La oía respirar entrecortadamente. Hasta se le antojaba percibir otra vez aquel ester­tor, aquel gemidito. Estaba azorada. La habían arrastrado, se había dejado arras­trar, hasta un escenario, y ahora espera­ban que representase un papel. ¿Qué pa­pel? Lo ignoraba. Y la joven, ahí, como un telón que se levanta, como un timbre que suena, como una mano tendida.
Buscando cómo colmar ese vacío em­barazoso, la señorita Leonides hizo una cosa de lo más cómica. Se puso a exami­nar con denodado interés las fotografías que decoraban las paredes del dormitorio. Se miró con un hombre rubicundo y de grandes bigotes, con desvaídas señoras que ostentaban sombreros muy semejan­tes al suyo, otra vez con el hombre de los bigotes, con recién nacidos vestidos y des­nudos, nuevamente con el hombre de los bigotes. De pronto tuvo un sobresalto. Una mujer que se le parecía extraordi­nariamente, que se le parecía vagamente, que tenía con ella un admirable o, no sa­bía bien, un borroso parecido, la contem­plaba desde una de las fotografías. De pie a su lado, una niña idéntica a la jo­ven de luto apoyaba la cabeza en el hom­bro de la sosías de Leonides Arrufat, y ambas, a través del objetivo de la cámara fotográfica, la miraban fijamente, con unos ojos cautelosos y pertinaces.
La señorita Leonides estaba tan estu­pefacta que no pudo evitar volverse maquinalmente en dirección de la joven. Es­ta, evidentemente, esperaba ese gesto. Y lo esperaba como una fogosa invitación a dar rienda suelta, otra vez, a sus demos­traciones de cariño. Porque, aproximán­dose a la carrera, se le colgó del brazo, acomodó la cabeza sobre su hombro, co­pió fielmente la actitud de la niña de la fotografía y nuevamente repitió aquella extraña palabreja:
—Múa, múa, múa. . .
Durante unos minutos las cuatro mu­jeres se estudiaron.
“Evidentemente”, reflexionaba la seño­rita Leonides mirando a su doble, “evi­dentemente posee algunos de mis rasgos. Lástima ese peinado con la raya al medio. ¡La hace tan anticuada!”.
(¿Comprenden? Una mujer que parecía escapada de un álbum de fotografías del año 1920 contemplaba la fotografía de una mujer que parecía escapada del año 1920 y la hallaba anticuada. Y está bien. Porque, de lo contrario, no habría en este mundo ni jueces ni críticos).
“En cambio”, seguía pensando la señorita Leonides, “la chica salió tal cual”.
(Tal cual, menos el abotagamiento de la cara).
“De modo que aquí está la clave”, dedujo la señorita Leonides. “Me ha toma­do por esa mujer, que seguramente es su madre y que seguramente acaba de morir. Vaya, así todo queda aclarado.”
La vulgaridad de esa explicación la de­fraudó. Había esperado otra cosa, menos fácil, más enrevesada. Y ahora, ¿qué res­taba por hacer? Decirle: “Hija mía, yo no soy lo que usted imagina. Así que, por favor, déjeme ir”, e irse.
Se libró del brazo de la joven, dio unos pasos oblicuos, unos pasos en varias di­recciones al mismo tiempo, como quien busca una salida, y como quien no la encuentra se detuvo y apoyó una mano sobre un mueble. Inesperadamente se vio reflejada en el espejo de luna. Una mezcla de miedo y de rabia la acometió. Y volviéndose hacia la joven prorrumpió en un torrente de palabras que no podía contener:
—¿Y bien? ¿Y bien? ¿Qué esperas? ¿Qué quieres de mí? ¿No haces nada? ¿No dices nada? ¿Te has vuelto muda?
Se mordió los labios. ¿Por qué había hablado así? ¿Y de dónde sacaba esa voz áspera y dura, como si estuviese enfadada? Pero si no estaba enfadada. No, al contrario. Su estallido era, todo lo más, un pedido de socorro. Cuando no se encuentra la salida, se grita y se da un puñetazo. Por otra parte, ¡se había visto tan ridícula en el espejo, tan desgarbada y grotesca entre los lujos del dormitorio! ¿Y ahora? Sin duda ahora la muchacha rompería a llorar.
Y no, no. Paradójicamente, la mucha­cha no sólo no rompió a llorar, sino que emitió una risita aguda y barboteó:
—Desayuno, desayuno.
Hizo un ademán como pidiéndole a la señorita Leonides que esperase, y salió precipitadamente.
De pie en el centro de aquella amplia habitación, la señorita Leonides pesta­ñeaba. ¿Había oído bien? ¿La muchacha había dicho: desayuno, desayuno? Vaya, se quedaría un rato más, a ver qué signi­ficaban aquellas palabras y el ademán protector. Sí, ¿por qué no? Después de todo, no estaba cometiendo ninguna mala acción. Si alguien, digamos un parien­te, un amigo, aparecía, ¿qué podía repro­charle? Nada. Desayuno, desayuno. Vaya, esperemos.
Y penetrada de un súbito bienestar, la señorita Leonides se envainó en un exac­to sillón de terciopelo índigo. Pero no, hay que aprovechar mejor el instante en que nos dejan solos. Se puso de pie, se asomó fugazmente al balcón, volvió adentro, ho­jeó varios libros apilados sobre una especie de pupitre (libros de poesía, algunos en un idioma extranjero, todos signados en la primera página por una firma pro­lija: Jan Engelhard y una rúbrica como la cola de un cometa y tres puntos como tres estrellas), abrió el ropero (mil vesti­dos de mujer), abrió una puertecita ocul­ta tras un biombo (la puertecita daba a un cuarto de baño inmenso como una piscina romana) y la cerró inmediata­mente, como si hubiera sorprendido allí a un hombre haciendo sus necesidades; admiró una chimenea de piedra (con sus morillos cargados de leña, lista para ser encendida), un reloj de péndulo (las diez y quince, ya), innumerables estatuillas de marfil, de jade, de raras sustancias tor­nasoladas, y estaba acariciando el cober­tor de raso cuando la joven reapareció.
La señorita Leonides enderezó instan­táneamente la espalda y, como si la hu­biesen pillado en falta, se ruborizó. (Ton­ta. Como que, para la joven, ella estaba en su propia casa y en su propio dormi­torio). Pero el espectáculo que presenció en seguida le hizo olvidar sus rubores, el cobertor de raso, las estatuillas, el reloj que marcaba las diez y quince, el baño del emperador Caracalla, los mil vestidos de mujer, los libros, Suipacha, el aposen­to, la casona, el mundo, todo. Porque la joven había entrado sosteniendo con am­bas manos una gigantesca bandeja. Y sobre esta bandeja de elevaba, en plata y porcelana, el más excelso servicio de desayuno que alguien que esté en su sano juicio pueda imaginar. La joven depositó aquel monumento sobre una mesita, acercó una silla y luego se volvió hacia la señorita Leonides, como invitándola a aproximarse.
La señorita Leonides de repente vio todo turbio. Los ojos se le nublaron. Un hambre caníbal se le despertaba rabiosamente en el fondo de las vísceras. El estómago, los pulmones, el corazón, la cabeza, todas sus entrañas se sensibilizaban, el mismo escorpión las roía todas. Sin quitarse el sombrero, tambaleante, se acercó a la mesita y se sentó.
Las manos le temblequeaban. Tuvo una última vacilación. Miró a la joven. Pero la joven, de pie a su lado, tenía el aire respetuoso de una criada de confianza que asiste a su patrona. Entonces la señorita Leonides no espero más, el hambre era más fuerte que la buena educación, que la vergüenza y el disimulo. Como a un dios hindú, diez brazos le brotaron a derecha y a izquierda, y con esos tentáculos ondulando todos a un tiempo cayó sobre la bandeja. Durante largo rato su conciencia desapareció. Una Leonides Arrufat astral manipuló cucharitas que se sumergían en jaleas rosáceas, en traslúcidas mermeladas, en perfumado té con leche, y que luego ascendían radiosamente hasta su boca; maniobró con cuchillos cargados, como diminutas grúas, de dul­ce y de manteca; trituró tostadas que le llenaban el cráneo de ruido, medialunas tiernas como tiernos pollos deshuesados, trozos de una torta que se desleía sobre la lengua y derramaba los más sorprendentes, los más imprevistos, los más exquisi­tos sabores. A ratos levantaba hacia la joven unos ojos sin pensamientos, unos ojos de mica, la joven le sonreía, ella le devolvía maquinalmente la sonrisa, y seguía devorando.
Hasta que todo el monumento quedó reducido a ruinas. Entonces la señorita Leonides se juntó otra vez con su espíri­tu, se recostó en la silla, dio un magistral suspiro que a mitad de camino se le metamorfoseó en un eructo, miró tímida­mente a la joven, murmuró, como excu­sándose:
—Delicioso. Muchas gracias.
Y experimentó una repentina simpatía por aquella joven.
La muchacha, cada vez más parecida a una honesta sirvienta polaca o alemana, tomó la bandeja con los modos tranquilos de quien repite un acto cotidiano y se la llevó. La señorita Leonides se puso de pie, se quitó el sombrero, se quitó el abrigo, se aflojó el cinturón, y fue a instalarse en la poltrona de terciopelo. (Al pasar cruzó una miradita con la Leonides del espejo de luna, las dos se encogieron de hombros, lanzaron una breve risa y puestas de acuerdo, se separaron). La señorita Leonides se sentía súbitamente optimista y no sabía por qué. Olas de abnegación y de bondad le trepaban por el cuerpo. Te­nía ganas de conversar. De conversar con la muchacha, con alguien, con cualquiera. El mundo es hermoso. La gente es simpática. Hay que vivir. Así son de profundos los efectos de un tremendo desayuno.
Cuando la chica volvió, la señorita Leonides, balanceando una pierna y pasándose la lengua por los dientes, le pre­guntó:
—Querida, ¿de veras estamos solas?
La muñequita dijo que sí con toda su cabezota.
—Y ese desayuno, ¿lo preparaste tú?
Otra vez la cabezota se sacudió como la de una marioneta.
— ¿Sin la ayuda de nadie?
Una sonrisita socarrona afloró entre los labios pulposos.
—¿No se acuerda? ¿No se acuerda, ma­má?— farfulló con una voz de algodón, como si hablase con la boca llena— ¿No se acuerda?
—¿No me acuerdo de qué, querida?
—Despedimos a Rosa y a Amparo. ¿No se acuerda, no se acuerda?
—Ah, si. Pero abajo, ¿hay alguien más?
—Nadie, nadie.
Pero la señorita Leonides procuraba asegurarse.
—Y después, digamos esta tarde, o ma­ñana, u otro día, ¿quién vendrá? ¿Ten­drás visitas?
—Nadie, nadie.
Está bien, nadie. Por lo visto, aquella desdichada no tenía familiares ni amigos, vivía sola en la vasta mansión, estaba so­la en el mundo. La señorita Leonides se sintió íntimamente complacida.
—Querida —dijo en un tono insinuan­te—, ¿te gustaría que me quedase aquí, a vivir contigo?
En seguida se arrepintió. Había dado un paso en falso. Por toda respuesta, la mu­chacha se puso de hinojos frente a la se­ñorita Leonides, le cogió ambas manos, la miró de hito en hito, una expresión de horrible congoja se le pintó en el ros­tro llameante, y como al mismo tiempo la odiosa sonrisita socarrona empezó a titi­larle otra vez entre los labios, esa fisono­mía siniestramente dual aterrorizó al ído­lo así exhortado a la benevolencia.
—Si tú quieres —tartamudeaba la se­ñorita Leonides—, si tú quieres me quedaré... me quedaré todo el tiempo que... Y como la figura arrodillada seguía es­crutándola catatónicamente, gritó:
—¡Para siempre, para siempre, me que­daré para siempre!
Entonces la joven estalló en una espe­cie de frenética contorsión. La congoja se le borró de los ojos, la pérfida sonrisita hirvió, se corrió hasta las comisuras de los labios, reventó como un burbujeo pa­lúdico. La señorita Leonides se vio abra­zada, estrujada, besada. Un repulsivo hi­po repiqueteó junto a su boca. Dos manos húmedas le acariciaron el pelo. La seño­rita Leonides no podía tolerar que nadie le tocase el pelo. Se debatió bajo aquellas repugnantes caricias. En un impulso irre­primible le asestó a la muchacha un bo­fetón y gritó:
—¡Déjeme! ¡Déjeme! Instantáneamente la joven se echó ha­cia atrás, dejó caer las manos, se puso muy pálida, muy blanca (y así, blanco, su rostro semejó la réplica, en pálido már­mol, del otro rostro, rojo y dorado, de cam­pesina), las pupilas le temblaron, pero el espectro de su extraviada sonrisa siguió dándole detrás de los labios.
La señorita Leonides no estaba menos pálida. ¿Qué había hecho? ¿Por qué ha­bía cedido a esa crisis de histerismo? ¿Así le retribuía a aquella pobre criatura inocente su desayuno y su devoción? ¿Eran más importantes, por lo visto, sus peque­ñas manías con el pelo? Pobre chiquita, pobre muñequita. Y cuando vio que en la mejilla de la joven comenzaba a dibujarse la señal del golpe, se sintió al borde del llanto. Pobre muñequita, pobre loquita.
—Discúlpeme —murmuró, y le tendió una mano contrita que imploraba perdón.
(Sí, perdón, perdón. Pero, ¿no había forma de que se dejara de sonreír?)
La joven tomó esa mano venosa y des­carnada, se la llevó a la mejilla, la man­tuvo allí como si fuese una compresa (la cara le ardía. “¿Tendrá fiebre, estará en­ferma?”, pensó la señorita Leonides), en seguida los colores le volvieron, la cobar­de agua temblorosa se le desvaneció en los ojos. Fue otra vez la aldeana que vie­ne, con un pesado canasto sobre la cabe­za, de vendimiar todo un día a pleno sol.
Después se sentó en el suelo, a los pies de la señorita Leonides. Así, inmóviles y silenciosas, ambas permanecieron un lar­go rato, mientras perseguían con perezo­sa mirada el abejorro de la cavilación y del ensueño.
A ratos la señorita Leonides se volvía a mirar a hurtadillas la gran cama matri­monial. Esa cama la hechizaba, la imantaba. Qué delicioso debía de ser acostarse allí, no para dormir, sino para estarse horas y horas descansando, leyendo o to­mando té. Muchas veces, en su casa, ha­bía proyectado quedarse varios días en cama. Porque si, porque al levantarse se había dicho: ¿para qué levantarme?, ¿pa­ra qué repetir esta rutina inútil?, ¿para qué? Pero en su casa ese programa no te­nía nada de seductor. Mirar las manchas de humedad de las paredes, imaginar que son monstruosos órganos enfermos, sol­fear con los rosetones del cielo raso, pen­sar: “Dentro de diez minutos me moriré, dentro de cinco minutos, dentro de un minuto, ahora”, gritar y volver a empe­zar. En cambio, aquí era distinto.
Hasta que la señorita Leonides ya no aguantó más. Se levantó, se acercó al le­cho, se puso a mirarlo fijamente como si estuviera observando a una persona acos­tada en él. En seguida sintió que dos ma­nos de fuego se posaban sobre sus hom­bros y comenzaban a desvestirla. Un mi­nuto después flotaba en el seno de aquel vasto lecho como en una agua limpia, bra­ceaba entre sábanas de hilo bordado, ha­cía reposar la cabeza en una almohada de plumas, tibios cobertores la abrigaban co­mo un fino edredón de arena. Y todavía una muchacha se inclinaba y la besaba en la frente y luego iba a encender un espléndido fuego.
La señorita Leonides cerró los ojos, Lágrimas de felicidad se agolparon bajo sus párpados. Mil yemas heladas se le desen­tumecían en los hondores del espíritu y se abrían como corolas. Viejos mecanis­mos paralizados se desoxidaban, volvían a ponerse en movimiento, giraban. Se sen­tía navegar en el vórtice de mil corrientes encontradas pero todas igualmente delei­tosas. Dios mío, por fin estaba a cubierto de la soledad, de la pobreza, de las muje­res que se abrazan en los paseos públicos, de las hordas de muchachones y de Nativi­dad González. Que nadie viniera a arran­carla de aquel paraíso. Que le permitiesen permanecer en él cuanto menos un día, si­quiera unas horas. Y como reivindicándolo para sí, acariciaba con pies y manos el in­menso lecho de una emperatriz.
Ese primer día transcurrió rápidamen­te, despachado y como sableado por las sorpresas, las novedades, la constante ten­sión. De todos modos, la señorita Leonides no lo pasó mal. La chica le preparó un almuerzo que multiplicaba por diez el desayuno; luego le sirvió una copita de una bebida fortísima, que le desolló la gar­ganta y la hizo reír durante un buen rato (la joven, aunque no probó el licor, la acompañó en las carcajadas); luego la señorita Leonides charló hasta por los co­dos, sin importársele un bledo si la chica la escuchaba o no, porque ella hablaba para desengarabitarse le lengua, no para ser oída por una pobre loca; luego vino la tarde y la señorita Leonides, por no des­preciar, engulló una copiosa merienda; luego la joven se sentó frente al pupitre con libros (que resultó ser una especie de arcaico piano) y le arrancó unos tinti­neos de cajita de música que emociona­ron terriblemente a la señorita Leonides; luego todos los sonidos se apagaron, llegó la noche, la muchacha encendió una lám­para que pintó de rosa el dormitorio; lue­go la señorita Leonides quiso asomarse un momentito al balcón y ver desde allí arriba cómo era Suipacha de noche; lue­go cenó; luego la joven leyó en voz alta (y haciendo ademanes) un poema en el que alguien invocaba a cada rato a un tal Anabel Anabelí; luego, arrullada por aquella letanía, la señorita Leonides se durmió.
No comprendía cómo, si la ventana es­taba siempre a su izquierda, ahora la veía a la derecha. ¿Y qué diablos era ese re­flejo rojizo que reverberaba como un ca­rey en el sitio de la cómoda? Se incorporó bañada en sudor. Debieron pasar varios minutos antes que se diese cuenta de que no se encontraba en su casa, sino en la casa de la calle Suipacha 78. La aventura que estaba viviendo se le antojó, de pronto, una disparatada pesadilla, un sueño que ahora, al despertarse, volvía a soñar. Sus manos tantearon en el aire. Dio con la lámpara y la encendió. Estaba sola. Una última brasa ardía en la chimenea. El reloj marcaba las tres.
Como una sonámbula se levantó y sa­lió del dormitorio. Abajo brillaba, lejaní­sima, una luz. Entrevió la escalera, la des­cendió en medio de sordos rechinamien­tos, llegó al vestíbulo. Caminó con los ojos fijos en aquella luz remota. No era ella la que se movía, sino la luz la que avanzaba a su encuentro. Bajo las plantas de los pies sintió alfombras, pisos de madera, mosaicos. Un objeto puntiagudo la gol­peó en la pantorrilla. Otro, tenue como una telaraña, le rozó la frente. La luz se aproximaba, se dilataba, se convertía en el vano de una puerta iluminada. Detrás de la puerta se oían ruido de vajilla y la voz de una mujer que barboteaba pala­bras ininteligibles. La señorita Leonides se detuvo y esperó. El corazón le latía con fuerza. Luego, sigilosamente, dio unos pasos y se colocó de modo que pudiera observar el interior de la habitación donde resonaba aquella charla. Vio que era una amplia cocina, y que por esa cocina iba y venía, cubierta con un delantal y con el pelo cayéndole sobre los ojos, la enigmática muchacha de luto. ¿Qué hacía allí a esas horas? ¿No dormía? ¿Y con quién hablaba? ¿En qué idioma hablaba? Y esa voz voluble, modulada, llena de ma­tices, como la de una actriz, ¿era la su­ya? La señorita Leonides permaneció un rato observándola. Parecía atareadísima. Acomodaba pilas de platos, abría y cerra­ba las puertas de un armario, fregaba ca­cerolas, se sentaba a una mesa de már­mol y escribía, con un lápiz cuya punta mojaba en la lengua, en un cuaderno de tapas de hule. Y todo esto sin cesar en su bárbara jerigonza. Como no hacía pau­sas, como nadie le respondía, la señorita Leonides comprendió que la joven habla­ba sola.
La señorita Leonides se estremeció. Quiso volver por donde había venido, pe­ro ahora no había ninguna luz que la orientase. Caminó en cualquier dirección, tropezó con una pared, unos muebles le bloquearon el paso, no sabía dónde se ha­llaba, se había perdido, gritó.
Se oyó una corridita, dos manos se apo­deraron de las suyas, una voz le murmu­ró al oído:
—Venga, mamá, venga.
La joven la guiaba lentamente a través de aquel laberinto tenebroso; la tranqui­lizaba con una suerte de zureo, como a un niño; le apretaba con fuerza la mano.
La señorita Leonides gemía y se dejaba conducir.

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"Esta noche está en nuestras manos decir alguna verdad que ya, que ya mentimos a diario"

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