Angelic Fruitcake

...La verdad tiene estructura de ficción.

Lo decidí.

Como no puedo actualizar todo el tiempo, los lunes van a ser de novela.
Más novela que mi novela de todos los días, espero que entiendan...
Son 8 Capítulos la novela que quiero compartir con ustedes. Se lee rápido y es uno de los mejores textos que leí lejos.

Para ustedes:
Marco Denevi, Ceremonia Secreta.
Enjoy it :)
  • Capítulo 1
Aún no había comenzado a clarear cuando la señorita Leonides Arrufat sa­lió de su casa.
No se veía un alma en la calle.
La señorita Leonides caminó pegada a las paredes, los ojos bajos, el cuerpo tieso, el paso enérgico y casi marcial, como con­viene que camine a esas horas una mujer sola si además es honesta y por añadidu­ra soltera, aunque tenga cincuenta y ocho años. Porque nunca se sabe.
(Pero, ¿quién se hubiera atrevido a abordarla? Vestida toda de negro, de pies a cabeza, en la cabeza un litúrgico som­brero en forma de turbante, al brazo una cartera que semejaba un enorme higo po­drido, la figura alta y enteca de la seño­rita Leonides cobraba, entre las sombras, un vago aire religioso. Se la hubiera podi­do confundir con un pope que al abrigo de la noche huía de alguna roja matanza, si la sonrisa que le distendía los labios no mostrase que, por lo contrario, aquel pope corría a oficiar sus ritos).
Marchaba tan de prisa que las rodillas, filosas y puntiagudas, golpeteaban en la falda del vestido, en el ruedo del tapado, y vestido y tapado le bailaban alrededor de las piernas como una agua revuelta en la que chapotease, y de cuyas salpicadu­ras parecía querer salvar el ramito de hojas y de flores que sostenía reverente­mente con ambas manos a la altura del pecho.
Al llegar a la casa de aquel niño para­lítico que una vez le había sonreído de­positó sobre el umbral de la puerta de calle una flor de pasionaria, inclinó la frente, y en voz alta rezó: “Oh, Señor, a cuya voluntad corren los momentos de nuestra vida, acoge las ruegos y ofrendas de tus siervos, que te imploran por la salud de los enfermos, y sánalos de todo mal”.
Siguió caminando.
En el balcón de la casa de Ruth, Edith y Judith Dobransky puso una rama de vincapervinca atada con una cinta rosa, y oró: “Que el Dios de Israel sea el taber­náculo de tu virginidad, oh doncella, y te salve de las tentaciones de la ser­piente”.
Siguió caminando.
Arrojó tres hojas de cineraria en el jardín de un chalet frente al cual, varios días antes, había visto detenido un corte­jo fúnebre, y en un intrépido latín musi­tó: “Requiem ae ternam dona eis, Domine, y lux perpetua luceat eis”.
Siguió caminando.
Ahora le llegaría el turno a Natividad González. A esa mujerzuela le dejaba dia­riamente, desde hacía meses, una ostentosa rama de ortiga. La señorita Leonides tenía decidido que la rama de ortiga fue­se como una esquela donde, sin usar ma­las palabras pero con todos sus puntos y comas, se invitara a la destinataria a mu­darse de barrio. Pero Natividad González parecía ser analfabeta al idioma de la ortiga y no se mudaba nada. De modo que la señorita Leonides se veía en la pe­nosa obligación de insistir en sus urti­cantes intimaciones de desalojo.
Pero cuando aquella mañana se detu­vo frente a la casa de Natividad, cuando abrió la cartera y, conteniendo la respi­ración (a fin de volverse inmune al vene­no de la ortiga), extrajo su mensaje; cuando iba a colocarlo sobre el umbral, un rayo cayó sobre ella y la fulminó. El rayo era Natividad.
La cual Natividad, con cara de no haber dormido, con cara de haber estado toda la noche en acecho, pálida y despeinada, se plantó frente a la señorita Leonides y se puso a insultarla clamorosa y concienzu­damente. La llamó con nombres erizados de erres y de pes como de vidrios rotos, le adjudicó imprevistos parentescos, le atri­buyó profesiones a las que se suele califi­car ya de tristes, ya de alegres; la apos­trofó como los peores pecadores seremos apostrados el Día del juicio, y, en fin, la exhortó a perpetrar con la pobre ortiga los más heroicos y los menos vulgares usos y abusos. Se hubiera dicho que Na­tividad se había multiplicado por ciento y que las cien Natividades chillaban to­das juntas. ¿De dónde sacaría aquella mujer tantas palabras? La señorita Leonides tuvo la aterradora sensación de una lava volcánica que avanzaba hacia ella y en la que, si no escapaba a tiempo, que­daría atrapada para siempre como un ha­bitante de Pompeya. Para zafarse del río de fuego y no morir dio media vuelta, y todo lo decorosamente que pudo, se alejó.
(Quiero decir que corrió como una lo­ca, por cuadras y cuadras, hasta que no pudo más. Cuando las piernas se le do­blaban como alambres se detuvo. Jadeaba. El tambor del pulso le ensordecía los oídos. Debajo de la ropa todo su cuerpo destilaba un mucílago helado. Los pies le latían como corazones. Bizqueaba y sen­tía deseos de vomitar. Tardó un siglo en serenarse).
Para ir a tomar el tranvía dio un larguísimo rodeo, porque allí mismo se juró no volver a pasar jamás delante de la ca­sa de Natividad. Jamás. Y como refirmando aquel solemne juramento, arrojó al suelo el resto de las flores que todavía conservaba en una mano y que parecían repentinamente marchitas, quemadas, sin duda, bajo el azufre de los insultos.
Entretanto, una especie de relámpago fijo se instalaba en el cielo, y espoleado por esa tormenta apareció, como salido de alguna casa, el primer tranvía.
La señorita Leonides lo tomó, se sentó junto a una ventanilla, y una infinita calle, compuesta con los trozos de muchas calles, comenzó a rodar bajo sus ojos. Se lo conocía de memoria ese itinerario. Pero no importa, ella siempre hallaba la forma de entretenerse. Contaba, por ejemplo, los árboles de la acera (salteándose uno que otro que le resultaba antipático), buscaba en los carteles murales las letras de su nombre, trataba de adivinar cuántas personas de luto vería antes de llegar a la sexta bocacalle. Cuando se tiene ima­ginación, uno no se aburre.
(La verdad es que estos juegos habían terminado por convertirse en obsesiones. La señorita Leonides no podía sentarse en el cuarto de baño sin contar los azulejos de la pared. En la cocina solfeaba furiosamente con los ocho vidrios de una ventana. Mientras caminaba por la calle iba agrupando los mosaicos en cruces, en estrellas, en grandes figuras poligonales. A veces el dibujo era tan complicado que tenia que dejar de caminar para terminarlo. Y entonces había que verla, de pie en medio del río de peatones, paseando por el suelo un arabesco de miradas que excitaba la curiosidad de todo el mundo).
Pero aquella mañana la señorita Leonides no estaba para juegos. Tan pronto como se ubicó en el asiento de madera del tranvía, los céfiros del pensamiento la raptaron y le llevaron lejos, la transportaron hasta la casa de Natividad González.
¡Dios mío, qué lenguaje había emplea­do aquel basilisco! La señorita Leonides no recordaba, concretamente, ninguna palabra; todo se fundía en un mismo ga­limatías inextricable. Pero que esa fritura estaba condimentada con los insultos más atroces, no lo dudaba. Fíjese: una mujerzuela se permitía vejar, en plena calle y a voz en cuello, a la señorita Leonides Arrufat. Y ella, ¿cómo se lo había consentido? Ah, no, era necesario volver a poner las cosas en su sitio. Y comenzó a injuriar mentalmente a Natividad. No disponía del vasto repertorio de la otra, pero ¿qué importaba? Se conformaba con una sola palabra. Una palabra terrible. Arrastrada. Y la repetía como una fórmula mágica,-como un conjuro, como quien redobla golpes sobre un clavo rebelde. La repetía hasta el éxtasis, hasta el vértigo y la em­briaguez angélica. Se imaginaba que aquella palabreja, así salmodiada, volaba por encima de las calles y los edificios, llegaba hasta la propia Natividad, caía sobre la miserable como una lluvia de ar­dientes alfileres, la derribaba y la arrojaba al suelo, allí le sorbía el orgullo, la juventud, la belleza, aquel maligno vigor que había despegado con la señorita Leonides, y, por fin la abandonaba como una nube de langostas a un árbol seco.
(Y mientras concebía estos seductores destinos para Natividad, la señorita Leonides temblaba en su asiento y hacía pequeños ademanes y gestos espasmódicos, de modo que la persona sentada a su lado podía pensar que la señora del turbante abacial no estaba en sus cabales. O tal vez pensase, como alguien lo pensó, que la había reconocido y que toda esa mímica era atribuible a la emoción o equivalía a un secreto mensaje cifrado).
De pronto la señorita Leonides recordó algo. Sí, un pequeño episodio dentro de la gran escena con Natividad. En su mo­mento lo había mirado sin verlo, y en se­guida el terror lo sepultó bajo sus ondas. Pero ahora que esa agua turbia se había evaporado, el pequeño episodio reapare­cía. Fíjense que Natividad, mientras acri­billaba de palabrotas a la señorita Leonides, había acercado inadvertidamente un pie descalzo a la ortiga, y la ortiga la había mordido. Como diciéndole: “Grazna todo lo que quieras, que yo lo mismo te clavo las uñas, porque así !o ordena mi ama. Yo la obedezco a ella, no a ti”. Y Natividad había dado un respingo, había apartado el-pie de la ortiga como de una brasa, y exacerbada más por la humillación que por el dolor se había puesto a aullar como una loca. Recordándolo, la señorita Leonides sufrió un ataque de hilaridad. Se sofocaba. Debió llevarse el pañuelo a los labios. Pero no pudo evitar que los hombros se le sacudiesen y que una ráfaga de risa se le escapara estrepi­tosamente por la nariz.
Espantados por ese ruido, los céfiros soltaron a la señorita Leonides y la deja­ron caer otra vez en el tranvía. La señorita Leonides se movió sobre su asiento, to­sió, compuso una cara de dignidad ultrajada y se volvió hacia la persona ubicada a su lado.
Fue como virar en redondo y chocar con la punta de un cuchillo. Porque la persona ubicada a su lado era una muchachita (confusamente la distinguió ru­bia, un poco gorda, vestida de luto), y esta muchachita, hundida en su asiento, las manos en los bolsillos del abrigo, in­móvil y como con el alma en suspenso, tenía el rostro resueltamente vuelto hacia la señorita Leonides y la miraba. Pero la miraba no como una persona momentá­neamente sorprendida porque oyó que al­guien se reía solo, sino como quien espera esa risa y sabe que después de esa risa ocurrirá una cosa tremenda, y ahora es­pera que esa cosa tremenda suceda.
La señorita Leonides apartó la vista (la apartó trabajosamente, como si para ha­cerlo, qué cosa tan extraña, hubiera te­nido que desmontar un engranaje) y se dedicó a mirar a través de la ventanilla. Esperó un rato y luego miró hacia ade­lante. No necesitó más para comprobar que la muchacha no había cambiado de posición.
Volvió a mirar por la ventanilla y vol­vió a mirar hacia adelante. La muchacha no se había movido.
“Es una pobre loca”, pensó.
Pero con pensar que es una pobre loca no se gana mucho si la pobre loca está sentada a nuestro lado y nos escruta hip­nóticamente. La señorita Leonides no sa­bía qué hacer. Se sentía vagamente ame­nazada. Le parecía que aquella muchacha había comenzado a envolverla, a compro­meterla. A partir del momento en que las dos se miraron, la joven había dejado de ser una desconocida. Estaba posesionán­dose de ella. La invadía. Le trasvasaba una responsabilidad, una carga, un peli­gro. Hasta la coincidencia de estar vesti­das de luto creaba entre ambas un miste­rioso vínculo que las separaba de los demás y las colocaba juntas y aparte.
Los ojos de la señorita Leonides iban de la ventanilla a la puerta delantera del tranvía y viceversa, y gracias a ese ir y venir vigilaba a la muchacha. Y la mu­chacha seguía mirándola.
La señorita Leonides abrió y cerró re­petidas veces la insondable cartera, ca­rraspeó enérgicamente, canturreó en voz baja, se puso a leer las fascinantes ins­cripciones del boleto, demostró en todas formas que no estaba intimidada.
Y la muchacha seguía mirándola. Se­guía mirándola, seguía mirándola.
“Como me siga mirando así (gemía mentalmente la señorita Leonides) voy a preguntarle si tengo monos en la cara. ¿Pero no se da cuenta del papel que hace? ¿O seré yo la que llamo la atención? ¿Ten­dré algo en la oreja? ¿Se me habrá puesto la cara violácea? ¿Estaré por morirme?”
Abandonándose a una suerte de vértigo sé volvió hacia la joven. ¿Para qué lo hi­zo? Debió apartar rápidamente la vista. Pues aquella chiflada seguía mirándola, si, pero las pupilas que antes parecían es­perar algo tremendo ahora se habían he­cho añicos. La muchacha lloraba. Lloraba silenciosamente, sin un gesto, sin un mo­vimiento. Lloraba con las manos en los bolsillos. Encogida en su asiento, lloraba. Lloraba y miraba a la señorita Leonides. Miraba a la señorita Leonides y amarga­mente le reprochaba no cumplir con el pacto.
¿Con el pacto? ¿Con qué pacto? La se­ñorita Leonides perdió la cabeza. Brusca­mente se puso de pie, pasó por delante y por encima de la joven, literalmente la aplastó, sintió bajo sus pies los pies de la otra, le pareció que la muchacha inten­taba detenerla, que murmuraba algo, pe­ro ella no debía escucharla, porque si la escuchaba estaría perdida, perdida para siempre. Corrió por el pasillo, chocó con un pasajero, le gritó al conductor que de­tuviese el tranvía, cuando el tranvía llegó a la esquina se arrojó del pacífico vehículo como de un edificio en llamas, trastabilló, estuvo a punto de caer, se alejó por la calle a todo lo que se lo permitían las piernas. Ni una sola vez se volvió a mirar hacia atrás.
Estaba en San Martín. Desde San Mar­tín y Córdoba oyó las campanas del San­tísimo Sacramento. La iglesia la acogió como siempre la recibían todas las igle­sias: como el asilo secreto que la ponía a salvo de los infinitos males de este mundo.

[...y lo mejor está por venir.]

1 Aca estan los comentarios:

hace mucho qe no paso por aca, esta todo muy cambiado y lindo!

este libro lo lei hace varios años, una buena eleccion! :)

besos,.

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"Esta noche está en nuestras manos decir alguna verdad que ya, que ya mentimos a diario"

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